Editorial

Iglesia y política: nuevas coordenadas

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La Fundación Pablo VI, con el paraguas de la Conferencia Episcopal Española, ha celebrado en Madrid el Congreso ‘La Iglesia en la sociedad democrática: ante los 40 años de los Acuerdos Iglesia-Estado’. La mera convocatoria es ya de por sí un triunfo, pues supone no solo un relanzamiento de la entidad que promueve una conciencia social cristiana a la luz de Montini, sino porque ha ejercido como puesta de largo sobre las coordenadas en las que quiere y puede moverse la Iglesia en la esfera pública hoy.

Al echar la vista atrás, cuesta encontrar un foro en el que los obispos y otras voces eclesiales se sientan a dialogar sin prejuicios con personalidades de la primera línea política de todo el arco parlamentario. Sobre todo, teniendo en cuenta los altibajos sufridos en estas relaciones en los últimos años.

La coyuntura actual no es ni más ni menos compleja que durante la Transición, a la que se aludió de forma referencial. Es, simplemente, diferente. Eso sí, hoy se requiere de esa misma voluntad de escucha mutua.

La tentación de identificarse

Quizá sirvan de aprendizaje las alianzas en el ámbito local, donde la bandera de los partidos pasa a un segundo plano en aras del servicio al ciudadano, como sucede en cualquier parroquia, colegio o centro eclesial. Lamentablemente, esta colaboración, estrecha en lo concreto, no se ha trasladado a escala nacional. En ocasiones, porque la Iglesia ha caído en la tentación de dejarse identificar por unas siglas políticas concretas, una amenaza que parece reactivarse estas semanas con el auge de Vox, que se presenta como adalid de los principios morales del Catecismo desde una añoranza del pasado, a la vez que dan la espalda a la Doctrina Social.

En otros lares, la clase política se sirve de la Iglesia como marco en el que esbozar a un enemigo de la modernidad y la libertad con las manidas cuestiones sobre las inmatriculaciones, los conciertos…

Por eso, foros como el celebrado ayudan a romper con estos mitos y a afrontar de la mano, aun con perspectivas diferentes, las verdaderas cuestiones de importancia para los españoles. La clase política y la Iglesia pueden así conocerse y reconocerse, y demostrar que no están condenadas a entenderse, sino llamadas a enriquecer juntos esta sociedad democrática.

Bien es verdad que un congreso no soluciona de golpe el encaje del hecho religioso en la vida pública, al igual que una JMJ no sustituye a la pastoral juvenil. Pero sí es un impulso más que necesario para reforzar ese trabajo del día a día, que requiere de encuentros formales e informales constantes. Solo así la Iglesia encontrará su lugar en la vida pública y la sociedad apreciará a la Iglesia como corresponde.