Canonizaciones, religiosos y secularización

(Urbano Valero– ex Provincial de España de la Compañía de Jesús) El domingo 17 de octubre fueron canonizados en Roma dos religiosos y cuatro religiosas, entre éstas la Madre Cándida María de Jesús, fundadora de la Congregación de Hijas de Jesús, también conocidas como jesuitinas. Un religioso y tres religiosas del grupo de los canonizados (estas últimas fundadoras de sendas congregaciones de “vida activa”), vivieron a caballo entre los siglos XIX y XX, dedicándose con ardor generoso a la enseñanza de niños y jóvenes y a obras de caridad, y eso les sirvió para subir a los altares. Benedicto XVI, que presidió la ceremonia, dijo en la homilía que estábamos celebrando una “jornada de la santidad”. Elogió a los canonizados y canonizadas y alentó a sus seguidores y seguidoras a caminar animosa y decididamente por la vía que habían abierto. El gozo que se respiraba en la Plaza de San Pedro era intenso y contagioso. Pero parece que no hay gozo que para siempre dure.

Sólo unos días después aparecía en L’Osservatore Romano (20 de octubre) un artículo firmado por Jean-Louis Brugués, arzobispo secretario de la Congregación para la Educación Católica, con el título “Vida religiosa y secularización”. En aquel escrito se pueden leer frases como las que siguen: “Esta forma de vida religiosa [la que se califica como secularizada] no parece tener ya un futuro, casi no atrae ya vocaciones. La casi totalidad de las congregaciones activas, nacidas al final de siglo XIX o al comienzo del XX, se encuentran por tanto heridas de muerte, y su desaparición es cuestión de tiempo. La auto-secularización ha minado la vida religiosa en sus cimientos (…) porque había orientado todo lo que es religioso hacia la militancia y el compromiso social”. “La valorización del laicado ha provocado una especie de aplastamiento de la vida religiosa ‘activa’ (…) Desde el momento en que los laicos eran llamados a prestar los mismos servicios y a dedicarse a actividades semejantes [la enseñanza en las escuelas o el cuidado de los enfermos en los hospitales], la vida religiosa activa perdía su razón de ser. Hoy ya no es necesario pasar por una consagración para prestar los mismos servicios”. “La combinación [de ambos fenómenos] ha producido en la vida religiosa activa una especie de implosión” [“acción de romperse hacia dentro con estruendo las paredes de una cavidad cuya presión es inferior a la externa”, según definición del Diccionario de la Real Academia Española].

Posiblemente, llegados a este punto de la lectura, las religiosas y religiosos –sobre todo, aquellos que son de vida “activa”– estén sintiendo ganas de llorar, o, por el contrario, de enfurecerse. En mi opinión, resulta perfectamente comprensible y tienen razón sobrada para ambas cosas, porque el autor del citado artículo no es un anticlerical y, tampoco, debería ser un indocumentado. Pero no se asusten demasiado: el escrito revela una visión teológica estrecha e insuficiente de la Vida Religiosa y un conocimiento de la misma, cuando menos, que puede ser cuestionable. Las cosas están lejos de ser como se describen en aquellas líneas, o, por lo menos, habría que matizar más y más (ya el autor reconoce que no ha hecho “demasiadas matizaciones” en su diagnóstico). Pueden, pues, aquéllas y aquéllos continuar seguras y seguros viviendo con absoluta fidelidad la consagración a que el Señor los llamó en su día y prestando generosa y confiadamente los servicios propios de su instituto, con mayor entusiasmo que nunca, porque las necesidades son también hoy mayores que nunca. Esto vale por sí mismo, valdrá siempre y resiste frente a todo.

El Papa, en la homilía en la que se canonizaba a su fundadora, les dijo a las jesuitinas que su misión educativa es hoy “apasionante”. Y el Concilio Vaticano II había dicho ya, años antes a todos, que en los institutos de vida apostólica “la acción apostólica y benéfica pertenece a la naturaleza misma de la vida religiosa” (Perfectae caritatis 8; cf. Lumen Gentium 46). Nada, por tanto, de dicotomías y contraposiciones artificialmente buscadas entre “hacer” y “ser”. Y, después de todo, “nada te turbe, nada te espante, todo se muda, Dios no se cambia, sólo Dios basta”. Y también el paulino “¡que nadie os engañe!”.

En el nº 2.730 de Vida Nueva.

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