Tribuna

Una encíclica laica sobre el deporte

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En un artículo dedicado a esa locura colectiva de nuestro tiempo que es el deporte Rey, el escritor y polemista uruguayo Alfonso Galeano escribió:  “Yo soy de los que creen que el fútbol puede ser una locura, pero es también mucho más que eso, como fiesta de los ojos que lo miran y como alegría del cuerpo que lo juega”.



Viene esto a cuenta del Mundial de Fútbol que se inaugurará en Doha el 20 de noviembre, una locura en todos los sentidos, una desmesura contra natura, que se disputará en una especie de no-lugar, una soledad poblada de aullidos arrancada a las arenas del desierto, que ha visto surgir de la nada ocho grandes estadios en un territorio poco mayor que la isla de La Palma, y que arroja enormes dudas acerca de su sostenibilidad, por no hablar del altísimo precio en vidas de trabajadores que ha costado hasta ahora.

Por mucho que repugne al sentido común la elección de un lugar así para el campeonato del mundo, y por legítimas que sean las protestas de los movimientos de defensa de los derechos humanos y de los sindicatos por la falta de condiciones para los trabajadores, por más que voces independientes y sensatas se alcen contra la falta de libertad en el lugar donde se disputará la final del campeonato, al final, la pasión desbordante del fútbol acabará acallando las voces discordantes con sus gritos ensordecedores.

Tal es la fuerza del fútbol, una potencia capaz de sofocar legítimas protestas ahogándolas en los coros de los estadios. Nada nuevo bajo el sol. Desde el panem et circenses de la antigüedad, hay fenómenos de locura colectiva capaces de hacer pasar a segundo plano cualquier consideración ética y de justicia social. No digo que sea justo, pero es un hecho con el que hay que contar, y que debería hacer pensar también al teólogo y al filósofo social, que en cambio suelen despreciar displicentemente el deporte como vulgar, e incluso peligroso, entretenimiento de masas. Que se lo pregunten a Ortega.

Pero el deporte es más que eso, como reconocía Galeano. Es una fiesta de los ojos que lo miran y alegría del cuerpo que lo juega. Es una fiesta para los ojos, un espectáculo hermoso. Sí, también en el juego, en los pases, en el movimiento de los atletas, hay belleza, y no solo habilidad o fuerza. Hay jugadas capaces de poner en pie a un estadio y aclamar al jugador como a un campeón.

No deberíamos desestimar esta capacidad épica del deporte, en una sociedad que ha perdido u olvidado el poder inspirador de los grandes mitos colectivos. Y es también una fiesta para el cuerpo, fuente de alegría y de satisfacción que no cuesta más que el esfuerzo físico puesto para realizarlo. Algo tendrá el deporte cuando tanta gente lo contempla y lo practica.

Potencial educativo

¿Y la Iglesia, qué tiene que decir al respecto? Si miramos a la historia reciente, advertimos claramente dos tendencias contrapuestas.

  • Por una parte, están los que ven en el deporte algo malsano, entretenimiento barato en el mejor de los casos y en el peor, un exceso corporal en detrimento del espíritu.
  • Por otra, están los grandes educadores que han comprendido el enorme potencial educativo del juego y del deporte.

Los pontífices de los últimos cien años han adoptado claramente esta línea, destacando en sus intervenciones el deporte como parte de un proceso de crecimiento integral de la persona.

(…)

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