Tribuna

Nosotras, que éramos la mitad de la Iglesia

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Querida joven amiga,

estoy contenta y, a la vez, sorprendida por tu petición. Me preguntas sobre mi experiencia en el Concilio Vaticano II. Intentaré contarte qué fue para nosotras aquella apertura. Laica o religiosa, cada una de las que nos encontramos en aquella tribuna de San Andrés en San Pedro vivía en la Iglesia su propia experiencia marcada por su procedencia: Egipto, Líbano, Europa o América Latina. Conocíamos la Iglesia, cada una sabía una parte distinta, conocía las calles, los conventos o las instituciones. Algunas desempeñaban papeles importantes, tejían redes mundiales entre religiosas o laicas y laicos. Todas conocíamos los conflictos e intentábamos entender cuáles eran las necesidades. Al final, era solo una parte, pero una parte importante. Sí, estábamos expectantes.



Ya cuando Juan XXIII anunció el Concilio, sentimos que una energía se propagaba por nuestros cuerpos y almas. Se daban cita todas las esperanzas de renovación y de interlocución entre la Iglesia y lo que estaba sucediendo en el mundo. Escuchábamos o, mejor dicho, usando una imagen, estábamos de puntillas para ver mejor. Ya sabes cómo fueron esos años, la emoción en el ambiente. Parecía que se preparaba un tiempo nuevo, más adecuado a las exigencias de atención a los pobres, a la no violencia y a las voces cada vez más escuchadas de las mujeres. La Iglesia también se vio envuelta en aquella atmósfera.

Cuando Juan XXIII promulgó la encíclica ‘Pacem in Terris’ en abril de 1963, realmente nos pareció que comenzaba una primavera. Cada palabra de esa encíclica respondió generosamente a nuestros deseos, desde la primera palabra del título: Paz. Pero lo que quizás no esperábamos era ver reconocida, entre los signos de los tiempos, la entrada de la mujer en la vida pública, junto con el papel de las clases trabajadoras y la autodeterminación de los pueblos.

“En las mujeres, la conciencia de la propia dignidad se vuelve cada vez más clara y eficaz. Sabe que no puede permitirse ser considerada y tratada como un instrumento; exige ser considerada como persona, tanto en el contexto de la vida doméstica como en el de la vida pública”, leemos. Ya estaba todo ahí, solo faltaba un paso por dar para llegar a las consecuencias que eran necesarias y evidentes.

La otra mitad

Y tú me dirás: pero no había mujeres ni durante la primera sesión, ni en la segunda donde se discutieron los temas sobre el Pueblo de Dios y los laicos y la vocación a la santidad de la Iglesia, cuestiones que ni siquiera podrían concebirse sin nosotras. Me recuerdas que incluso la comunión de una periodista generó un caos y se le impidió que estuviera con los demás periodistas varones. ¿Crees que no nos impresionaba esta exclusión? Por supuesto que entiendo tu consternación. Es lo justo y normal.

Precisamente durante la segunda sesión, mirando a todos aquellos prelados, el cardenal belga Léon-Joseph Suenens se levantó y dijo: “Pero, ¿dónde está aquí la otra mitad del género humano?”.

La otra mitad del género humano, a partir de la tercera sesión del Concilio inaugurada en septiembre de 1964, entró en el Concilio en su mínima y silenciosa expresión. Presencias femeninas simbólicas, decía Pablo VI. Juan XXIII había muerto el 3 de junio de 1963. Las auditoras llegaron prácticamente una a una y, a finales de 1965, éramos 23 entre religiosas y laicas.

La llegada de la carta de invitación, como puedes imaginar, fue emocionante. El día a día era emocionante. Nos emocionaba hasta la acreditación que nos había dado la Secretaría de Estado del Vaticano con la que accedíamos a la tribuna de San Andrés. Nos asomábamos a una basílica llena y todo nos llamaba la atención, desde los obispos hasta los majestuosos mármoles del templo lleno de vida que reflejaban el brillo de un momento lleno de vida y expectativas para la historia de la Iglesia. Éramos tanto laicas como religiosas. Las religiosas eran diez y en la tribuna había hombres y mujeres, auditores y auditoras. Antes de que comenzaran los trabajos, venía un asistente a explicarnos todo mientras se empezaban a intuir las voces de los distintos idiomas y sus intérpretes.

Es cierto que, como recordarás, no conseguíamos hacer resonar nuestras voces directamente. Hubo intervenciones de algunos portavoces de los auditores, pero siempre eran hombres y, cuando se propuso a una portavoz, la española Pilar Bellosillo de la Unión Mundial de Organizaciones de Mujeres Católicas, su intervención siempre se rechazó. Pero hay que tener claro que había muchas maneras de intervenir, de hacer reflexionar a la gente sobre las cosas que teníamos que decir.

Están los documentos que redactamos y entregamos, están las reuniones informales, los pasillos y las cenas en las casas. Fuera de San Pedro nos reuníamos en Santa Marta o en el Instituto Santísima María Bambina en via del Sant’Uffizio. Las laicas y religiosas aprendimos a conocernos y creamos una Comisión para poner en común nuestras miradas.

Bar de monjas, bar de nadie

Te ha llamado la atención la historia del bar, los prelados que, incómodos y tan poco acostumbrados a la presencia femenina, hicieron que nos prepararan un comedor solo para nosotras, manteniéndonos alejadas de las salas donde se reunían y hablaban informalmente entre ellos. Los más ingeniosos lo llamaban Bar None (bar de monjas, bar de nadie), una pequeña sala revestida de terciopelo amarillo donde se servían té y pastas. ¿No te ha hecho reír que los esposos mexicanos Luz María Longoria y José Álvarez Icaza, invitados como pareja, fueran separados por un protocolo extraño y aparentemente improvisado?

Has hablado de segregación y no te equivocas. Yo también estaba desconcertada porque era un comportamiento inaudito. Pero también me chocaba por otra cosa. Pensar que veintitrés mujeres, tan pocas, tan correctas y respetuosas supusiéramos una tormenta que trastocaba las costumbres hasta el punto de cambiar los protocolos, me llamaba la atención.

Una vez que llegamos, nuestra presencia requirió de nuevos criterios, de una renovación de todo. Nos reíamos mucho en esos meses de las tonterías de las aventuras del país de Alicia en las Maravillas. La resistencia que encontrábamos nos la tomábamos con humor, casi con ternura. Sor Costantina Baldinucci, presidenta de la Federación Italiana de Religiosas Hospitalarias, escribía en sus memorias sobre el Concilio: “Había tres categorías: una minoría de “buenos” que realmente apreciaron nuestra presencia y ofrecieron su contribución de manera respetuosa. Otra mayoría que se comportó con indiferencia, aunque algunos parecían asustados e incluso evitaban encontrarse con nosotras. Y otros claramente molestos porque estábamos allí y nos ignoraban por completo”. Y eso fue todo. Pero fue gracioso ver cómo nos evitaban. Claramente, el problema lo tenían ellos, no nosotras.

Te enfada también que nos hiciera gracia. Dices que es típico, que las mujeres siempre miramos con ternura a los hombres y nos reímos de todo para que se sientan mejor, aunque todo siga como está. Lo pensaré, seguro que tienes razón, pero aquella risa desatada de Luz Icaza todavía me alegra.

Documento de trabajo

Hay algo más. Nosotras éramos la Iglesia. Quizá aportamos tanto o más que muchos prelados a la Iglesia que actuaba en el mundo. Estaba Marie-Louise Monnet, del Mouvement International d’apostolat des Milieux Sociaux Indépendants. Estaba Mary Luke Tobin, presidenta de la Conferencia de Superioras Mayores de Institutos Femeninos de Estados Unidos. Estaba Marie de la Croix Khouzam, presidenta de la Unión de Religiosas Maestras de Egipto.

Estaba Sabin de Valon, superiora de las Damas del Sagrado Corazón. Estaba Rosemary Goldie, secretaria ejecutiva del Comité Permanente de Congresos Internacionales para el Apostolado Laico. Solo por nombrar algunas. Nos tomamos en serio el signo de los tiempos, por lo que nos pareció que el problema no era tanto nuestro. Nuestra presencia hizo visible la segregación mientras trabajábamos para terminar con ella.

Nuestra contribución quedó plasmada a través de documentos enviados a las comisiones y es reconocible en muchas sesiones. Fue confirmada por la intervención de monseñor Angelo Dell’Acqua en la audiencia del 21 de enero de 1965 a Sor Baldinucci: el cargo de auditora supone “ofrecer una contribución de estudio y de experiencia para las comisiones encargadas de revisar y modificar los esquemas de la cuarta sesión”. Nuestra aportación es visible en la constitución pastoral ‘Gaudium et spes’ y no solo en lo referente a la dignidad de las mujeres.

Pero sé que no te convenzo y piensas que incluso antes del Concilio, y no solo entre las teólogas alemanas, se hablaba del diaconado de las mujeres o del sacerdocio y que, en muchas cosas el Concilio fue importante, pero en el caso de las mujeres no lo fue tanto. Querida amiga, en cualquier caso, ese poco fue mucho. El Concilio Vaticano II hizo posible abrir las facultades de teología a las mujeres, el estudio y la enseñanza de la teología. Sé que lo sabes y que, tal vez algún día seas teóloga. Hoy las mujeres teólogas están revitalizando los estudios bíblicos y una perspectiva cambiante sobre la liturgia y todo lo que concierne a la vida cristiana.

Y el hecho de que aún no hayan alcanzado el sacerdocio parece una desgracia, pero tal vez sea una gracia. La historia de las mujeres en la Iglesia ha hecho que, ya sean abadesas o santas, las mujeres se encuentren al otro lado del clero. Con los laicos. Como no fueron ni son sacerdotes, el nuevo espacio que crean cada día en la Iglesia es un espacio para el apostolado de los laicos y laicas, un espacio que va creciendo. Mientras tanto, dan un nuevo aliento a la Iglesia, más libre y más amplio.


*Artículo original publicado en el número de noviembre de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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