Tribuna

Mi espíritu se alegra porque Dios me ha mirado (Lucas 1, 46)

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Estas palabras fueron pronunciadas por María cuando se sabe madre del Mesías. Su alegría no surge de este privilegio ni de su virginidad. Se alegra porque ha experimentado la mirada de Dios, a pesar de su declarada pequeñez.

El Papa en este tiempo, nos ha regalado una hermosa carta de padre en donde, nos llama a alegrarnos porque la santidad, es decir la unión con Dios, está al alcance de la mano. Santidad que no es un carnet de bondad, si no que parte de animarnos a sentir a un Dios Padre y Madre que está siempre presente y nos misericordea. ¡y nos llama a la alegría!

María se alegra al descubrir esa presencia que la envuelve, que la habita y que la envía. Camino que emprende en subida y en bajada, con gozos y con cruces, con un Dios muy nítido y con situaciones en que parece esconderse, con palabras y con silencios. María sabiamente guarda todo en el corazón.

La experiencia de ella como mujer de fe es la que podemos hacer cada uno de nosotros. Si miramos atentamente la historia de nuestra vida aparecerá, junto a esas mismas vivencias de María, la mirada de Dios. Mirada que trae paz, que trae consuelo y que es fuente de alegría.

A veces solo se trata de dejar de mirar el propio ombligo y mirar un poquito más hacia los costados donde están los hermanos, y hacia arriba para mirar cómo nos mira Dios. Con misericordia, aunque seamos pequeños y pecadores.

La mirada de Dios

Esa misericordia no es un regalo de privilegio ni un premio al mérito. Tiene varios significados: es una virtud, es una tarea personal, puede ser la definición de nuestro actuar y para que sea toda esa reseña de caridades no hay que guardarla ¡la misericordia es tal cuando se regala!

Dios es amor[1], su nombre es misericordia[2] y lo podemos experimentar cuando se nos da, en la naturaleza, en la sonrisa de alguien, en las arrugas de un abuelo que habla de su sabiduría, en la hondura de nuestros corazones cuando de verdad se lo abrimos para que entre a compartir una alegría o una pena.

Es el camino del discípulo-misionero. Conmoverse al descubrir la presencia de Dios y no poder contenerlo y por tanto salir a darlo.

Podría agregar que esta salida es un “misericordeómetro”, un termómetro de la real vivencia de nuestro ser cristianos, de haber conocido a Jesús y sentir que es lo mejor que nos pasó junto con darlo a conocer[3].

María tuvo el privilegio de sentir junto con la misericordia de Dios, a Jesús en su vientre ¡cómo no salir corriendo a ayudar a Isabel! ¡Cómo no cantar de alegría!

Finalmente este amor de Dios es un misterio trinitario que nos hace comunión, descubrir  hermanos que me pertenecen y que les pertenezco, darles espacio, llevar sus cargas, valorar sus dones como un don para mí[4].

La mirada de Dios sobre cada uno no es única, es constante, no es punitiva, es misericordiosa…hermanos: los invito a cantar la grandeza del Señor.

 

[1] 1 Juan 4,8.
[2] Papa Francisco, Editorial Planeta, Barcelona, 2016, 9.
[3] Cf. Documento de Aparecida 29.
[4] Cf Juan Pablo II, Ángelus 12-1-2000