Tribuna

Llamados a ensanchar el espacio de nuestra tienda

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Por aprovechar para conocer la catedral de Lisboa antes de partir de la ciudad que nos había acogido durante los días de la JMJ, llegamos al Campo da Graça -lugar donde serían la vigilia y la misa de envío- bastante más tarde de lo que planeábamos. Al pequeño desvío en el camino se le sumaron la búsqueda de los puntos para conseguir la comida para los dos últimos de la Jornada y la caminata en verdadera peregrinación con las miles de personas con las que coincidimos en la ruta hacia nuestra zona.



Sitio para todos

Cuando llegamos al sitio, allí no cabía un alfiler. Como algunos de nuestro grupo se nos habían adelantado, pudimos conseguir un espacio sin demasiado esfuerzo, pero faltaba aún un buen rato para el inicio de la vigilia y los grupos de peregrinos seguían llegando uno tras otro. Aún no consigo explicarme cómo, pero, casi milagrosamente, las personas de cada cuadrante lograron materializar aquello de “ensancha el espacio de tu tienda” (cf. Is 54,2) y permitieron que se hiciera visible en ese momento lo que el Papa nos había recordado dos días antes en la ceremonia de acogida en el parque Eduardo VII: “en la Iglesia, hay sitio para todos, todos, todos”.

Como por arte de magia, entre los sacos de dormir y las esterillas fueron apareciendo nuevas zonas de tierra y piedritas disponibles para los peregrinos que iban llegando, incluso permitiendo que no se rompieran los grupos de quienes peregrinaban juntos. Es cierto que para caminar después entre los “vigilantes” hubo que hacer algo de malabares, pero nadie se quedó sin sitio ni sin ser acogido, y se entremezclaron en cada cuadrante lenguas, nacionalidades y carismas diversos.

El sol siguió su curso, acompañado por el ritmo de los artistas que fueron desfilando por el escenario y por la melodía propia de la concentración de tantas personas en un mismo sitio, pero en el Campo da Graça el tiempo pareció detenerse cuando un ya mayor -aunque todavía fuerte- papa Francisco dirigió unas palabras al millón y medio de jóvenes congregados a orillas del río Tajo esa noche.

El milagro

El silencio casi se pudo tocar cuando, un poco después, terminados los cantos, el Santísimo quedó expuesto sobre el altar, un puntito blanco en la inmensidad de la explanada. Los sacos de dormir se convirtieron en reclinatorios improvisados, desaparecieron el cansancio de los pies y la sed de las gargantas, y allí, frente al mismísimo Jesús Sacramentado, el milagro de aquella tarde cobró sentido: cuando es Jesús quien nos mueve y congrega, no puede faltar sitio para nadie. La multitud de cristianos presente allí no era una masa de personas sin más: era la Iglesia misma la que, solo un poco más numerosa que en Pentecostés, buscaba, movida por el mismo Espíritu de entonces, descansar en el pecho del Maestro, de su Cabeza, y encontraba en Él la única Vida verdadera que permite comprender cómo, después de dos milenios, la vida enteramente entregada de Jesucristo y su buena noticia de salvación siguen tocando el corazón de tantas personas y haciendo que se pongan en camino acogidos por la Iglesia.

En aquella pequeña aunque significativa porción del Pueblo de Dios se encontraba bien representada la Iglesia, llamada a ser -tal como indica el documento de trabajo para la Etapa Continental del Sínodo (cf. n. 27)- como la tienda del encuentro que acompañó al pueblo de Israel en su travesía por el desierto: una tienda que se expande y se mueve, pero sin dejar de tener en el centro la presencia del Señor, que es, en realidad, lo único que hace posible que esto ocurra. Que el Señor nos ayude a saber reconocer la necesidad de ensanchar el espacio de nuestras tiendas, de nuestra tienda eclesial, y nos regale el don del discernimiento para saber hacerlo conforme al Amor que de Él recibimos a cada momento.