Tribuna

La Iglesia frente a las estructuras de pecado

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El Catecismo de la Iglesia Católica dice que las estructuras de pecado son situaciones sociales o instituciones contrarias a la ley divina, expresión y efecto de los pecados personales.



Estas estructuras de pecado imposibilitan desarrollar en toda su profundidad las facultades de las personas o de los pueblos, manifestándose en diversas formas de opresión, explotación, exclusión, marginación, carencia de poder, violencia y desarraigo social, entorpeciendo a dar sentido a la existencia. Los pecados de cada uno consolidan las formas de pecado social que son precisamente fruto de la acumulación de muchas culpas personales, decía Juan Pablo II.

Evidentemente, las verdaderas responsabilidades siguen correspondiendo a las personas, dado que la estructura social en cuanto tal no es sujeto de actos morales. Como recuerda la exhortación apostólica postsinodal ‘Reconciliatio et Paenitentia’ de Juan Pablo II: “La Iglesia, cuando habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras naciones y bloques de naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. (…) Las verdaderas responsabilidades son de las personas (n. 16)”.

La Iglesia está en la obligación de señalar y buscar los caminos dentro de la fe para superar estas estructuras. Sin embargo, cuando lo hace, normalmente es amenazada y acusada de un sinfín de señalamientos hasta, como ya hemos visto, la muerte.

En el corazón de la estructuras de pecado

Marx comprendió muy bien, pero desde sus convicciones humanas, lo que pulula en el corazón de estas estructuras de pecado. En el prólogo a la primera edición de El Capital escribió: “En esta obra, las figuras del capitalista y del terrateniente no aparecen pintadas, ni mucho menos, de color de rosa. Pero adviértase que aquí solo nos referimos a las personas en cuanto personificación de categorías económicas, como representantes de determinados intereses y relaciones de clase.

Quien, como yo, concibe el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un proceso histórico-natural, no puede hacer al individuo responsable de la existencia de relaciones de que él es socialmente criatura, aunque subjetivamente se considere muy por encima de ellas”.

La Iglesia, sea comprendida o no, tiene la obligación de actuar, en especial, cuando comprende que el hombre y su dignidad corren peligro, ya que ella “ve en el hombre, en cada hombre, la imagen viva de Dios mismo; imagen que encuentra, y está llamada a descubrir cada vez más profundamente, su plena razón de ser en el misterio de Cristo”, así lo expone en su doctrina social.

Por ello, la Iglesia no puede ser indiferente ante las consecuencias provocadas por el pecado social que abre las puertas a la transgresión de la verdad del Evangelio, con la instalación de sistemas que favorecen las desigualdades sociales, la violación sistemática de leyes civiles y las acciones que dañan el medio ambiente y afectan la salud.

Frente a la pobreza

Sistemas que se ceban con el dolor de los más pobres, a quienes arrojan miserias para entretenerlos, mientras los poderosos engordan con banquetes opulentos, cuyo plato central es la dignidad de aquel que es capaz de todo por calmar el hambre de sus hijos o por dar con el medicamento que cure los males, a veces insoportables, del cuerpo.

La Iglesia, muchas veces, asume la voz áspera de los profetas para recordarnos que el Señor, nuestro Dios, es un Dios celoso, que castiga la iniquidad del padre en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, pero demuestra su fidelidad por mil generaciones a todos los que le aman y guardan sus mandamientos (Cfr. Ex 20,5-6; cfr. Dt 5,9-10).

Para recordarnos aquel famoso oráculo de Jeremías: “Vienen días en que «no se dirá ya: Los padres comieron los agraces y los hijos sufren la dentera; sino que cada cual morirá por su propia maldad, y solo el que coma agraces sufrirá la dentera” (Jer 31,29-30; cfr. Ez 18). La Iglesia, madre y maestra, experta en humanidad, nos recuerda estas cosas no para inyectarnos miedo e inseguridad, mucho menos odio o violencia, sino brindarnos la oportunidad de comprender para abrir paso a la conversión social, aquella que busca la justicia, la verdad, la paz, la convivencia y la fraternidad, sin importar ideologías o posiciones políticas. Paz y Bien


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela