Tribuna

La estrella de Irene y la luz de la unidad en Cristo

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La Iglesia un año más en torno a la celebración de la conversión de san Pablo nos invita a realizar el octavario de oración para pedir al Espíritu la unidad de los cristianos. Este movimiento ya casi centenario, va cambiando de rostro y de ánimo, según vamos avanzando en la historia y en el discurrir de los signos de los tiempos, no hay duda. Ahora ya ni hablamos de hermanos “separados”, simplemente hermanos. Basta ver las últimas encíclicas y movimientos cristianos ecológicos para darnos cuenta que estamos en la misma barca y en el mismo lago, y poco a poco esperemos que en la misma dirección, aunque parezca que el Señor va dormido entre nosotros.



Este año los hermanos de Oriente nos proponen contemplar y profundizar en la unidad a la luz de la estrella de Belén y su carácter de universalidad en la función de alumbrar a todos los pueblos, a toda la humanidad. Rica referencia bíblica como emblema en esta búsqueda de la unidad que sólo puede llegarnos por la verdadera LUZ. ¿Pero dónde encontrar esa luz…, dónde alumbra…, cómo buscarla…?

Testimoniar con la vida

El otro día preparábamos un acto ecuménico para la clausura en la delegación diocesana de Mérida-Badajoz, me ayuda Pedro Monty, un músico excelente, un maestro original y creativo, un creyente inquieto. Me hablaba de su hija Irene que hoy cumplía seis años y ahora recibo el vídeo de un ejército de niños cantándole el cumpleaños feliz. Irene nació, tras un proceso muy largo de dudas y misterios dolorosos en el embarazo, y llegó al mundo con límites muy grandes de visión por cuestión cerebral. Desde entonces todo un reto para los que les rodean, en especial para su padre y su madre, Reyes.

Ellos testimonian como su vida y su fe se han transformado desde este hecho de vida tan fundante para ellos. Literalmente yo le he oído decir a su madre que Irene le ha abierto los ojos y le ha enseñado a ver la vida: “Yo no veía y ahora veo”. Ha sido su estrella de Belén, todo lo que eran sus dudas en la fe, sus quejas de la vida, hasta de los cercanos, pero sobre todo su visión de los débiles y los limitados, ha sido iluminado y transformado por Irene y sus ojos. Para su padre ha sido una confirmación de que la vida sólo merece la pena si se da, algo que él ya intuía antes y que le hacía ser disperso y deshacerse en favor de otros, con creatividad y generosidad, ahora se hecho dogma de vida y de la fe. La organización de su casa, de su vida, de sus horarios, de sus trabajos, etc., todo se ha remodelado con una nueva luz, en la que no falta la alegría y la esperanza.

Una nueva visión de los otros hijos, de la gente que vive en la misma situación, de las asociaciones unidas frente a la dificultad para que tengan vida en abundancia. Y cómo no, la imagen de Dios y el descubrimiento de los sentimientos de Cristo en este camino. Rompiendo imágenes rígidas, institucionales, moralistas, y abriéndose al gesto novedoso y creativo del amor de Dios sin fronteras y sin límites. Irene les ha liberado de tantas cosas y les ha abierto horizontes tan nuevos, que sólo hacen dar gracias a Dios y amarla agradecidamente, como un tesoro en la casa, y les ha “unido de un modo nuevo”. Ahí han encontrado la luz de la estrella de Belén, la señal de Dios envuelta en pañales y acostada en una ceguera que da la vista a los que la rodean, como Jesús, la pobreza que enriquece, que une más allá de todas las diferencias.

Evangelio desnudo

Oía hace unos días a Juan Larios, reverendo de la Iglesia Episcopal Anglicana, denunciar que el ecumenismo se hace lento y casi inviable por las propias instituciones eclesiales que lo predican, pero que después están ciegas y cerradas para hacerlo. Señalaba a todas las iglesias, en su análisis él recriminaba, a la luz de la figura de Herodes y los magos, que todas las iglesias estaban más preocupadas de ellas mismas como instituciones y su poder que del Evangelio desnudo y el cuidado de lo humano, especialmente en los más pobres del mundo. La institución y su poder por encima del servicio y la entrega a toda la humanidad y especialmente a los más pobres y sufrientes. Lo decía él que camina con inmigrantes, transeúntes, adictos…, lo dejó todo para seguir a Cristo. No deja de ser una interpelación fuerte.

La ruptura de la iglesia y sus divisiones, no lo fueron desde el sentido profundo del evangelio en el ejercicio del amor y de la entrega a los demás, sino que se convirtió en espacios de poder y de riqueza, de unos frente a otros, en cuestiones institucionales, aunque eso se revistiera de cuestiones conflictivas y fronterizas en modos de teología y de celebración. Faltó el espíritu de Jesús, la fuerza de su evangelio y el uso de sus sentimientos en la elaboración del encuentro, de la fidelidad y de la verdad de la unidad. La fe verdadera y creyente no buscó la ruptura ni la alimentó nunca. Por tanto, no hay otro camino para el ecumenismo, que volver a las sendas del evangelio y de la humanidad desnuda y verdadera, a la estrella verdadera que se da en lo pequeño y lo oculto.

De forma natural y sencilla

Soy testigo de que en las personas que, desde la fe cristiana, e incluso desde otras confesiones religiosas, se acercan al evangelio con desnudez de miras e intereses y se hacen próximos de los más pobres, surge el deseo de la unidad de una forma muy natural y sencilla. Así me lo contaba hace unos días Isabel Lara, hermanita de Foucauld, en su vivencia en el desierto, en Mali, en París… junto a los más pobres y en la vivencia del amor entregado, las diferencias se acallan y emerge con fuerza lo que nos une, la luz de la vida. Así lo acabo de sentir también al leer el nuevo libro sobre Carlos de Foucauld, “El hermano inacabado”, de otra hermanita Margarita Saldaña. Signos claros de que la luz de la estrella, la que conduce a la verdad está en la pureza del encuentro con el Jesús Nazareno y su evangelio, en la vivencia más desnuda de lo humano y su dignidad. En el deseo de ser hermano universal desde el verdadero hermano que es Cristo.

El sol brilla sobre la torre de una iglesia en la localidad alemana de Zwota. EFE/EPA/FILIP SINGER

Los magos fueron buscando a lo institucional, al poder, la luz, la estrella que se les había perdido en ese horizonte, y la recuperaron cuando volvieron a la intemperie, a la desnudez y se dejaron conducir sin condiciones externas y rígidas, tradiciones acabadas. Se les hizo presente allí donde estaba la humanidad más pobre y dependiente, en los pañales y en el pesebre. En la debilidad de lo humano amado y querido se hace presente la luz verdadera. La institución hizo lecturas interesadas en función de sus intereses, sus deseos de seguridad, de permanencia.

Salir de normas, poder y riqueza

Hoy estamos llamados a salir de esas claves institucionales autorreferenciales, llenas de normas, poder y riqueza, que no son las del Evangelio, ni las de Jesús de Nazaret, no es ese su oro, su incienso, ni su mirra, aunque se nos hayan pegado en el camino y en los siglos. No es camino fácil y el ecumenismo será arduo, porque no lo habrá hasta que no haya verdadera purificación y conversión de todas las iglesias al camino de la intemperie en el conocimiento amado y puro de Cristo y su evangelio, y estemos dispuesto andar por el camino de lo humano y lo justo, de lo fraterno y verdadero, poniendo en el centro de todo lo que somos y hacemos a los más pobres y sufrientes de la historia, con los que se identificó Jesús en el pesebre y en la cruz.

Lo que hagáis con uno de estos, lo hacéis conmigo; amaos como yo os he amado. Ahí está el dogma más puro y más ecuménico. Irene nos ilumina y nos ayuda a entender por dónde anda el camino de la estrella más luminosa que es la de Cristo, ella nos hace ver que estamos ciegos, ojalá no nos pase como a los fariseos ante Jesús que, aunque estaban ciegos, creían que veían, tan grande era su ceguera. Ojalá no sea así en nuestras iglesias hoy.