Tribuna

La avanzada de las pensadoras

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El 11 de octubre de 1962, mientras corría a casa para ponerme frente al televisor y quedarme allí durante horas viendo la larguísima procesión de los obispos que entraban en la sala conciliar, nunca hubiera pensado que aquel acontecimiento, entendido como lo puede entender una adolescente rebelde, habría tenido un profundo impacto en mi vida y habría cambiado el rostro de la Iglesia. Ya nada volvería a ser como antes porque un nuevo sujeto haría aparición. Me refiero obviamente a las teólogas y a la teología que habría desarrollado el hecho más innovador y relevante en la reflexión metódico-crítica sobre la fe en las últimas décadas del siglo pasado y en las primeras del presente.



Aunque condenadas al silencio y la invisibilidad, las mujeres ya se habían medido críticamente con la fe. Pienso en sor Juana Inés de la Cruz, que eligió ser religiosa entre las “jerónimas” emulando a las damas del Aventino, alumnas y colaboradoras de san Jerónimo. Su forma audaz de tomar la palabra supuso para ella, la obligación de guardar silencio. La única salida, bajo su propia cuenta y riesgo, era el discurso profético y la experiencia mística que, en cualquier caso, debían estar sometidas al escrutinio clerical masculino. Aunque algunas se liberaron de este control como Hildegarda de Bingen, Catalina de Siena, Brígida de Suecia, Domenica da Paradiso, Teresa de Ávila, María Maddalena de’ Pazzi… Otras pagaron con su vida, recordemos a Marguerite Porete.

A pesar de esto, las mujeres desarrollaron una teología femenina que floreció en contextos monásticos. En la transición a la era moderna reclamaron el acceso a las Escrituras, leídas por algunas en lengua original. En este camino de adquisición culta de la fe se inscribe la historia de Elisabetta Cornaro Piscopio, la primera mujer que pidió cursar estudios superiores de Teología. Petición que fue negada con una frase del apóstol Pablo: Que las mujeres callen en la Iglesia. Sin embargo, sí que le tuvieron que conceder los estudios de Filosofía. Su familia era demasiado importante para negarle radicalmente esta posibilidad.

Fueron necesarios más de dos siglos para que las mujeres obtuvieran sus títulos en distintas disciplinas, entre las últimas, Medicina y Teología. Yo fui de las primeras en Italia que pudo asistir a la facultad. Era octubre de 1968. Dos años después, Maria Luisa Rigato fue admitida como auditora en el Pontificio Instituto Bíblico, siendo Carlo M. Martini su rector. Al año siguiente se matricularon algunas más y, en poco más de dos años, ya había mujeres en todas las universidades eclesiásticas romanas.

‘Virgo sapientissima’

Esto ya había pasado antes en otros sitios. Entre las primeras en lograr el título están la estadounidense Mary Daly y la alemana Elisabeth Moltmann Wendel. Esta última contaba que la universidad no sabía cómo escribir su título en el diploma y eligieron la fórmula ‘virgo sapientissima’. Al mismo tiempo, las mujeres accedieron a cátedras y llevaron a cabo investigaciones fundamentales de carácter histórico, patrístico y bíblico. El censor de tesis llegó a culpar a la alemana Elisabeth Gössmann de un defecto generacional y es que nació demasiado pronto y en su tierra natal nunca hubiera logrado acceder a una cátedra.

Llegué a la facultad de teología con la licenciatura en Filosofía y estudié durante cuatro años para licenciarme. Luego me pidieron que continuara el año de doctorado y para mi tesis decidí estudiar la concepción de lo femenino de Juan Crisóstomo ya que había leído con pasión sus cartas a la diaconisa Olimpia. Subestimé la cantidad de escritos que había y, por eso, el proceso fue lento. También porque en 1974/75 me pidieron que enseñara Introducción a la Teología en la Escuela de Teología para laicos de mi diócesis. Al año siguiente también enseñé Eclesiología e inmediatamente después entré en el Instituto Teológico San Giovanni Evangelista de Sicilia Occidental. Así, enseñaría a los candidatos a las órdenes.

El deseo explícito de hacer operativas las decisiones conciliares jugó un papel en esta elección. Espacio para laicos y mujeres. Yo era mujer y laica y tenía las calificaciones necesarias. Más aún cuando la italiana Nella Filippi y la australiana Rosemary Goldie, una de las 23 auditoras del Concilio Vaticano II, ya enseñaban teología en Roma a principios de los años 1970. La primera, gracias a un camino que había acelerado los tiempos y así, habiendo obtenido su doctorado, fue invitada a enseñar Cristología. La segunda, llamada por su fama, fue recompensada por no haber obtenido el nombramiento como Subsecretaria del Pontificio Consejo para los Laicos.

En otras partes de Europa, las mujeres también comenzaban a enseñar. En primer lugar, la holandesa Katharina Halkes que fue llamada por la Universidad Católica de Nimega para la cátedra de Feminismo y Teología. Por no hablar de las muchas cuyos estudios tuvieron un profundo impacto en el desarrollo de una teología militante, significativamente diferente de la desarrollada por los hombres hasta entonces.

Ya no una teología con el apellido “de la mujer”, sino una teología de mujeres, sobre mujeres o simplemente una teología elaborada por mujeres (cito a la noruega Kari E. Børresen, a quien debemos estudios fundamentales acompañados de un vocabulario sugerente y novedoso).

No todo iba bien en la Iglesia para las mujeres. Se pusieron en cuestión los tres asuntos por los que Pablo VI había abogado: el ministerio femenino, el celibato eclesiástico y la regulación de la natalidad. El “no” más sorprendente que no resolvía el problema era el relativo al ministerio. Mientras, la Iglesia participaba a su manera en el Año Internacional de la Mujer convocado por las Naciones Unidas en 1975. El Vaticano también había creado una comisión de estudio que no logró casi nada. Dos mujeres habían sido proclamadas “doctoras de la Iglesia”, pero el propio Pablo VI tuvo que justificarse ante el silencio de la Iglesia sobre las tres cuestiones arriba mencionadas.

Las mujeres fueron rápidas, pero la Iglesia tuvo dificultades para responder a sus demandas. Se estaba ampliando una grieta difícil de cerrar, a pesar de los esfuerzos en algunos párrafos (números 34 y 35) de la Exhortación ‘Apostólica Marialis cultus’ de 1974. Las teólogas hicieron una elección feminista; abandonaron la teología de las mujeres para hacer suyo “el pensamiento de la diferencia”; y prestaron atención a todas las declinaciones del pensamiento feminista, incluso las radicales, interactuando o adquiriendo las teorías de género y las teorías ‘queer’.

Este agotador diálogo, muchas veces estéril, ha puesto a las mujeres y a la Iglesia en posiciones divergentes. Se ha reprochado a la Iglesia y a su Magisterio no haber abandonado nunca la llamada “mística de la feminidad”, diseñando así una mujer irreal, inscrita en estereotipos erróneamente atribuidos a la naturaleza. La cuestión se volvió más complicada durante el pontificado de Juan Pablo II. De hecho, su “feminismo de la diferencia” tomó como clave su capacidad de generar y recondujo a esta su tarea en la sociedad y en la Iglesia. La titánica labor de deconstrucción y reformulación de la fe que produjo la reflexión feminista quedó sin eco. Cito solo como ejemplo, en Estados Unidos, a Elizabeth Johnson con ‘La que es’; o a Elisabeth Schüssler Fiorenza y su ‘En memoria de ella’.

En cuanto a mí, obtuve mi título en 1979. La Facultad de Teología de Sicilia estaba a punto de fundarse como tal y una licenciatura no era suficiente para formar parte del claustro. No se me dio la titularidad de Eclesiología sino de la Teología del laicado. Pero continué enseñándola con creciente pasión. Las mujeres en Palermo cada vez eran más y ya se podía intuir en el horizonte una segunda generación de investigadoras y docentes. Hoy en día ya contamos con una cuarta generación.

Enmascarar la feminidad

Las teólogas de hoy no tienen las preocupaciones de las primeras. Yo trabajé muy duro para poder enseñar superando un lenguaje “neutral”. En mis primeros años tuve que demostrar que estaba a la altura y hasta había que enmascarar de alguna manera la feminidad… Miro con alivio a las teólogas más jóvenes, sofisticadas, guapas, madres, casadas… en fin, alejadas del cliché asexual de la consagrada a la ciencia, interesada solo en el estudio.

En Italia, la socióloga Chiara Canta ha dedicado un ensayo a las teólogas titulado ‘Las piedras descartadas’. Recientemente, se ha adherido al pensamiento del Papa Francisco sobre las mujeres. Por supuesto, la situación es diferente. Las teólogas han afirmado su profesionalidad creando asociaciones específicas como la Coordinadora de Teólogas Italiana. También en otros ámbitos eclesiales las mujeres son más visibles. Sin embargo, quedan cuestiones sin resolver, especialmente las relativas al ministerio de la mujer. La misoginia clerical persiste. En definitiva, queda un camino cuesta arriba que ni una cierta presencia pastoral, ni el reconocimiento de Teresa de Lisieux y de Hildegarda de Bingen como Doctoras de la Iglesia, basta para allanar. Por ejemplo, ¿por qué no reconocer a Edith Stein como Doctora de la Iglesia? Fue mártir, y nadie lo niega, pero también fue filósofa y teóloga.

Al mirar a las nuevas generaciones me siento llena de confianza y optimismo. La Iglesia aún no considera a este grupo como un tesoro precioso, pero confío en que en algún momento esto suceda. Necesitamos insistir en la fe, hacerla nuevamente seductora. Las teólogas pueden hacerlo, de hecho, ya lo hacen. Necesitamos dejarles espacio en todos los ámbitos. Ya han pasado los años de callar. Es su momento de hablar y de ser escuchadas.


*Artículo original publicado en el número de noviembre de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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