Tribuna

El clamor en el desierto del papa Francisco

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En las familias, las naciones y el mundo entero, de abajo a arriba y de arriba abajo, la idea de mantener el orden de las cosas choca demasiadas veces con los reclamos de los que no sienten que les favorece lo que está pasando. En algunas ocasiones, esas quejas vienen de quienes no se sienten que dominan suficientemente a los demás, que no extraen todas las riquezas que se les antoja, que no les reconocen su superioridad. Pero en la mayoría de las veces, las quejas provienen de los abusados, los desposeídos, los tenidos por inferiores.



Esa diferencia, entre los que están arriba y los de abajo, afecta inclusive la igualdad ante la ley. El abogado puertorriqueño Luis Russi, un verdadero campeón de la justicia, decía que prohibir que se viva debajo de los puentes podrá cubrir legalmente a todos, pero solo los pobres sin hogar son los que buscan refugio en escondrijos. Por eso, muchas veces los reclamos de los que están bajo una situación de injusticia, se viste de faltas de respeto, de desprecio al orden.

Lo peor para los que viven situaciones de marginación –ahora se ha puesto de moda decir exclusión– es que sus voces muchas veces no logran fuerza suficiente para hacerse oír. Es así para los marginados por su género, por la forma en que se da su relación matrimonial, porque están todavía en su infancia o ya en su vejez, porque son de países bajo el yugo de un imperio o porque son pobres, como lo es la inmensa mayoría de la raza humana. En fin, todos bajo una “cultura del descarte”.

Atentado contra la humanidad

“En el origen de esta cultura del descarte existe una gran falta de respeto por la dignidad humana; una promoción ideológica con visión reduccionista de la persona, una negación de la universalidad de sus derechos fundamentales, y deseos de poder y de control absoluto que dominan la sociedad moderna de hoy. Digámoslo por su nombre: esto también es un atentado contra la humanidad”, ha dicho el papa Francisco. 

Ante esa carencia de recursos para hacer escuchar su voz, los marginados; todos los “descartados” de la tierra algunas veces se benefician de voces potentes a nivel mundial, que hacen que el grito silencioso de los más sufridos se pueda escuchar claramente.

Ese ha sido el caso en estos días con el mensaje del Papa a la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas, en ocasión del 75 aniversario del foro mundial. En su estilo de hablar pausado, pero claro y firme, el Papa advirtió a los Estados del mundo la ineludible realidad de que esta pandemia del Covid-19 hace imposible que salgamos igual a lo que éramos antes de ella. Según dijo el Papa, no hay manera de salir iguales, sino que de esta salimos peor de lo que éramos o mejor de lo que éramos. Por lo tanto, lo que hace falta es que aprovechemos la crisis para construir una mejor casa común en beneficio de toda la humanidad.

Ante tanto sordo, sin embargo, la voz del Papa puede parecerse a una voz que clama en el desierto. Es fácil apostar a que los llamados del Papa caigan en oídos ensordecidos por las ambiciones.

Apuesto a lo contrario. Apuesto a que igual que el Juan Bautista del Evangelio, el Papa está abriendo caminos, allanando montes, para la llegada de algo maravilloso. No son ilusiones. La esperanza no es una ilusión, es un compromiso.

Y nuestro querido hermano Francisco es voz de esperanza; es compromiso.