Tribuna

Cordialidad en un mundo en discordia

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No estamos descubriendo nada nuevo si decimos que vivimos en un mundo en continuo conflicto. El mismo ser humano experimenta cada día esta situación, tanto en primera persona como en la relación con otros. A la hora de tomar decisiones o de dialogar con los demás, surgen necesariamente momentos de contradicción y discordia que, dependiendo de cómo los enfrentemos, tendrán unas u otras consecuencias. Sin embargo, el conflicto es algo derivado, no es la esencia misma de la persona. Por ello tenemos la posibilidad y la responsabilidad de ser promotores de cordialidad para potenciar el orden original.



En los relatos bíblicos del Génesis se nos presentan dos momentos significativos en los que se rompe la cordialidad. La primera ruptura se establece entre el hombre y Dios, su Creador. “Dios sabe muy bien que cuando comáis de ese árbol, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gn 3,5). Este deseo de ‘ser como dioses’, tergiversa la propia esencia del hombre y rompe la armonía del origen. La segunda ruptura se narra en el episodio de Caín y Abel: “Si obras bien podrás mantener la cabeza erguida; si obras mal, el pecado está agazapado a la puerta y te acecha, pero tú debes dominarlo”. Caín no obró bien, sintió celos y mató a su hermano, surgiendo la ruptura con ‘el otro’, y quedando él mismo descorazonado: “Caín respondió al Señor: Mi castigo es demasiado grande para poder sobrellevarlo”. (Gn 4,13)

Estas dos rupturas narradas en el Génesis nos ayudan a entender el origen de la discordia, lo que la teología llama el ‘pecado original’. “Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte, e inclinada al pecado” (Catecismo de la Iglesia Católica, 418). Y esta ruptura, esta discordia, tiene manifestaciones en tres niveles: ruptura con nosotros mismos, con los demás y con Dios. Por ello, estamos llamados a recuperar esa cordialidad y promoverla en el mundo.

‘Corazón’, ‘esfuerzo’, ‘ánimo’

La palabra cordial procede del latín ‘cor’, ‘cordis’, que significa ‘corazón’, ‘esfuerzo’, ‘ánimo’, y se aplica a todo aquello que tiene virtud para fortalecer el corazón. Una inspiradora fuente para ayudarnos a poner en práctica la cordialidad es san Agustín. Recordemos el inicio de la Regla de vida que dejó como herencia a la Iglesia: “Lo primero por lo que os habéis congregado en la comunidad, es para que habitéis unánimes en la casa, y tengáis una sola alma y un solo corazón dirigidos hacia Dios”. (Regla 1,2) La pedagogía agustiniana, en último término, se reduce a una educación en, del y para el amor; en lograr que el “orden del amor” llegue a imponerse y reinar en los individuos y en las sociedades.

La propuesta agustiniana tiene en cuenta elementos de la cultura griega, de la cultura romana y de la cristiana. Los griegos tenían como ideal el ‘Áner aretós’ (el hombre bueno y bello), que sobresaldrá por la ‘areté’ (la virtud). La cultura romana vislumbra el ideal de hombre como ‘cives gravis’ (el ciudadano digno y considerado), que destacará por la ‘gravitas’ (la dignidad). Y la cultura cristiana tomará como ideal el ‘Miles christianus’ (el caballero cristiano), que sobresaldrá por la ‘caritas’ (el amor).

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Para san Agustín, el camino para alcanzar esa cordialidad debe pasar por la amistad y la interioridad. Una amistad abierta, sincera, caritativa, dialogante, forma privilegiada del encuentro y comunicación entre las personas, y considerando al amigo como ‘alter ego’ (otro yo) para el que queremos el bien. Y, en segundo lugar, el cultivo de la interioridad, desde la cual llego al conocimiento de mí mismo, pues sólo el recto amor a uno mismo (autoestima), posibilita y condiciona el recto amor a los demás (amistad).

Reconstruir el orden del amor, fomentar una cultura de la cordialidad implicará recuperar el concepto clásico de ‘paideia’, que no es solo instrucción, sino que implica forjar aptitudes teniendo en cuenta todas las dimensiones de la persona: una educación integral. Es un reto que tenemos a nivel personal y social que, de manera especial, deberá tener incidencia en el ámbito familiar, educativo y evangelizador.