Tribuna

Alma de pobres (I)

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He releído este verano la novela –y he vuelto a ver la película– ‘Las sandalias del pescador’, de Morris West. Haré más referencia a la película porque muchas más personas han visto la película y no tantas han leído la novela.



Me sigue sorprendiendo la actualidad de su argumento y las similitudes con el momento que estanos viviendo en el mundo: un protagonista ukraniano, Kiril; guerras por medio mundo con especial protagonismo de China y Rusia; hambre de millones de personas; incertidumbre en el futuro inmediato. También similitudes en la Iglesia: Miedo al cambio y necesidad de él; un papa venido del fin mundo (de otro fin del mundo distinto al protagonista de la película); un gran patrimonio que no somos capaces de mantener y, en algunos casos, debatiéndose la Iglesia entre el tener-conservar y el ser.

Creyentes y no creyentes

Muchas escenas me cuestionan: La elección de secretario que hace Kiril en la persona de un sacerdote, David Telemond, cuestionado, y cuya obra teológica está sometida a revisión; la necesidad de contacto humano, normal, que muestra al querer hablar con Gelasio, quien se ocupa de su apartamento pontificio; su decisión de ir al encuentro con el mandatario chino despojándose de sus vestiduras papales, en contra de sus cardenales; cómo afronta los envites del cardenal Leone, tan parecido al cardenal Otaviani con Juan XXIII; pero, sobre todo, la escena que más me cuestiona es la final, la ceremonia de coronación con la renuncia a la triple tiara y donde Kiril anuncia la enajenación de los bienes materiales de la Iglesia para paliar el hambre del pueblo chino. Es un gesto que todo el mundo entiende, creyentes y no creyentes.

Esta última escena, además de seguir impactándome, me ha hecho pensar mucho, porque puede que, con buena intención, hay muchas personas que se preguntan si no se podría vender el Vaticano ya que se ve como un signo de ostentación. El Vaticano no se puede vender porque la historia nos demuestra que es necesario que la Iglesia tenga un territorio, por pequeño que sea, que salvaguarde la independencia del papa. Otra cosa es aprender a no repetir comportamientos principescos que allí se dieron a lo largo del tiempo, y que algunos hoy se resisten a soltar.

Dependencias vaticanas

Hoy por hoy, quien se acerque a la plaza de San Pedro y quiera mirar -porque no se trata solo de ver- podrá comprobar la cantidad de servicios de todo tipo que se han habilitado en dependencias vaticanas para los necesitados, sin importar procedencia o credo.

Esta misma preocupación de muchas personas con respecto al Vaticano, se puede trasladar a edificios más cercanos, por ejemplo nuestras catedrales. Nuestras catedrales tampoco se pueden vender porque su simbolismo -bien explicado- es tan necesario como importante, porque son (o deberían ser) la casa viva de todos, creyentes y no creyentes, en la diócesis. Cuando digo viva, me refiero a que tienen que tener una proyección social que, precisamente, sea capaz de recoger su historia y proyectarla en la sociedad más allá de su utilización para el culto, para que muestren vida y no sean solo un museo.

¿Las iglesias? Al paso que vamos y con el tiempo, es casi seguro que tengamos que desprendernos de algunas como ya sucedió en varios países del norte de Europa. Será doloroso, pero siempre serán más importantes para la Iglesia las piedras vivas, es decir, las personas, que las piedras de un patrimonio inasumible.

Obra social

Sin embargo, sí hay algo de lo que podríamos desprendernos y que sería un gesto profético de primer orden. En algunos casos nos podríamos desprender literalmente. En otros, dedicar esos edificios a la obra social de la Iglesia según las necesidades de cada lugar y, de paso, comunicarlo bien, con transparencia y naturalidad. Me refiero a los palacios episcopales.

Hoy en día, en realidad desde hace mucho, no tienen ningún sentido cuando se intenta -aunque cueste un poco- que los obispos recuperen su perfil de pastores y, ¿tiene sentido que un pastor viva en un palacio, aunque su vida dentro de él sea más austera que la de un cartujo? Resulta muy complicado hacer ver eso y, más, cuando los palacios episcopales parecen arcanos bajo siete llaves. Otro tanto se podría decir de algunas residencias de algunos obispos eméritos, pero eso será tema para otro artículo.

Sin alforja

No se trata de demagogia barata, ni de una reflexión de carácter populista. Se trata simplemente de coherencia evangélica porque nosotros seguimos a uno que no tenía donde reclinar la cabeza, al que predicamos pobre con los pobres, y que nos dijo que no llevásemos ni bolsa, ni alforja, ni calzado porque no son necesarios para evangelizar.

Algunas diócesis, obligadas a hacer frente a cuantiosas indemnizaciones por motivos de sobra conocidos, han llevado a sus obispos a trasladar sus residencias a lugares más acordes con el evangelio y a desprenderse de los palacios, entre otros elementos patrimoniales. En otras, las precarias situaciones económicas por las que atraviesan hacen prácticamente insostenible el mantenimiento de dichos edificios. Los palacios episcopales son, dentro del rico patrimonio de la Iglesia, los elementos que más chirrían hoy en día.

Signo profético

El signo profético sería incuestionable -como la renuncia a la tiara en la película por parte de Kiril- y sería un gesto que nos ayudaría mucho, a todos, a recuperar el alma de pobres que no debimos haber perdido. ¿Alma de pobres? Sí, porque no se trata solamente de ser pobres en sentido bíblico de apertura y disponibilidad a Dios, sino de tocar, sentir la pobreza de desprendernos de un bien que proyecta mucha sombra sobre la Buena Noticia que queremos comunicar.

Comprendo que no todo el mundo compartirá esta idea, sin embargo, estamos en un tiempo que nos pide a gritos signos proféticos que nos ayuden a salir de una inercia que nos ahoga. Mil palabras bien elegidas pueden valer tanto o más que una imagen, sin embargo, en el mundo que vivimos las palabras han perdido mucho frente a las imágenes, y los gestos adquieren un valor inmenso. Podemos hablar y hablar explicando que los palacios son fruto de otro tiempo, sin embargo, renunciar a ellos, sería el testimonio profético del cambio que tanto necesitamos. Y el testimonio arrastra.

Tal vez fuera interesante empezar a pensar en ello.