Tribuna

¿A qué partido puede (debe) votar un católico?

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Al que le dé la gana. Al que mejor le parezca. Al que crea que representa mejor los valores y principios del humanismo cristiano. Al que, en su opinión, pueda solucionar mejor los intereses de todos, eso que llamamos –¿llamábamos?– el bien común. ¿Existe ese partido? Ninguno puede arrogarse ser “el partido católico” y todos, o casi todos, ignoran el hecho religioso. Por eso, lo recomendable es echar una ojeada a los programas, escuchar lo que dicen los líderes, ver los debates, por más que aburran a las ovejas por su encorsetamiento, analizar lo que han hecho los que gobiernan y pensar en los compromisos que anuncian los que están y los que pueden venir.



Personalmente, antes de decidir el voto, yo buscaría políticos “con olor a ciudadanía”; que pisen la calle y no solo las alfombras del poder; políticos “desatanudos”, que no quieran frentes, que dejen de dividir y de dividirnos, que tiendan puentes y no abran simas; que no mientan; que cuando se equivocan, lo reconocen y rectifican de verdad y no para la galería; que sean capaces de promover el diálogo social, político, económico o cultural porque eso no es una amenaza, sino una oportunidad. Políticos que se apoyen en los mejores y no en los más fieles. Políticos que no se ganan la fidelidad repartiendo cargos.

Dignidad e igualdad

Políticos que crean sin concesiones en la separación de poderes, en el respeto absoluto a las instituciones, sobre todo las que están creadas para controlar el poder. Políticos que crean en la dignidad y la igualdad de las personas. En el feminismo de la igualdad y no en el de la confrontación. Que defiendan la cultura de la vida, apoyando de verdad a las familias, a las mujeres que quieren ser madres, a los jóvenes, a los mayores, a los que sufren y no pueden disponer de cuidados paliativos. Políticos que pretendan un trabajo decente para todos y no dejar en el camino a los que menos tienen.

A mí no me gustan los políticos que no miran a las periferias porque están pendientes solo de su ombligo. Ni los insultadores y descalificadores permanentes de empresarios, jueces y periodistas, ni los profetas de calamidades. No me gustan los políticos que demonizan a los inmigrantes y los rechazan, cuando son imprescindibles y están haciendo el trabajo que los españoles no quieren hacer. Detesto los partidos que funcionan como sectas y los que quieren regular cuestiones morales de la vida personal, basados en un “pensamiento único”. Y rechazo los pactos que no estén basados en un programa abierto y transparente.

(…)

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