Pliego
Portadilla del Pliego nº 3.239
Nº 3.239

La Iglesia que amamos, vivimos y soñamos

Como se recordará, ya al comienzo de su constitución sobre la Iglesia (‘Lumen gentium’), el Concilio Vaticano II la definió en primer lugar como “Pueblo de Dios”. Sin embargo, a nuestro parecer, a esta afirmación –que fue muy celebrada– no le siguió un desarrollo orgánico. Por esta razón, en la opinión pública, la Iglesia siguen siendo los obispos y los sacerdotes. El Pueblo carece de palabra, no porque no la tenga, sino porque no tiene cauces para expresarla.



“El camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”, ha dicho el papa Francisco. No se refería al Sínodo de los Obispos que se celebra cada dos años, sino a “la condición de sujeto que le corresponde a toda la Iglesia y a todos en la Iglesia”. Ya en su exhortación apostólica ‘Evangelii gaudium’ había escrito: “Para eso, a veces [el obispo] estará delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo, otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y, sobre todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos caminos” (EG 31).

Quienes esto firmamos participamos el año 2005 en los trabajos del Sínodo de la Archidiócesis de Madrid. Cuando se dieron a conocer las ‘Constituciones’ fruto de ese trabajo, la decepción fue general. Prácticamente nada de lo sugerido en los grupos aparecía reflejado en ese texto, que el autor podría haber redactado antes de todas las reuniones que se habían celebrado. Nada de aquello tuvo repercusión alguna en la vida de la archidiócesis.

Distancia con el pueblo

En el año 2020, se celebró un Congreso de Laicos a nivel nacional que apunta en la línea de la sinodalidad y con propuestas que parecen aterrizar más en la vida concreta de los laicos. Es, sin duda, un gran paso y en la buena dirección, que habrá que ver si se verifica en la dinámica de las diócesis.

Con este panorama, sobre todo en las diócesis grandes, el obispo es una figura lejana, a la que se ve raramente y, en general, en actos y celebraciones institucionales. Pocos son los que pueden decir que han tenido una conversación de tú a tú con su obispo. Que nosotros conozcamos, con una excepción: el cardenal Tarancón recibía una mañana a la semana durante diez minutos a cualquiera que deseara hablar con él y contestaba con un par de líneas autógrafas a las cartas que se le enviaban.

En cuanto a los sacerdotes, salvo excepciones, todos hacen lo que les han enseñado, es decir, mandar. Un párroco joven de un pueblo de Madrid terminaba así una carta: “Rece por mí para que sea santo y dirija con sabiduría al rebaño de Cristo”. No presidir, coordinar, acompañar… No: dirigir. Otro, también joven, en Madrid, se lamentaba de la distancia que había entre lo aprendido en el seminario sobre su función (el kerigma o anuncio) y la pobre realidad de parroquias envejecidas, con fieles más acostumbrados a obedecer que a proponer, dirigir y sacar adelante iniciativas pastorales concretas.

Decepción y deserción

Así las cosas, por un lado, hay una dejadez y ausencia de iniciativas seglares; y, por otro, muchas iniciativas en marcha promovidas por seglares toman innecesariamente un aire subversivo. Es el caso de los grupos de mujeres que, en diversos países, reivindican una presencia distinta en la Iglesia. O, durante tantos años, las reivindicaciones del MOCEOP, la organización internacional de curas casados.

Esta situación produce en muchos católicos un sentimiento de malestar y frustración. Este escrito querría ser uno de esos cauces de expresión que apenas existen.

No es infrecuente encontrarse con antiguos católicos que han abandonado la Iglesia y que dicen no echarla de menos. Les basta con el mensaje de amor de Jesús para tener una vida coherente y fructífera.

Iglesia necesaria

Nosotros, sin embargo, suscribimos las conocidas palabras de Carlo Carretto: “¡Qué criticable eres, Iglesia! Sin embargo, ¡cuánto te amo! ¡Cuánto me has hecho sufrir! Pero, ¡cuánto te debo! Quisiera verte demolida, pero necesito de tu presencia”. La Iglesia (nos) es necesaria.

Hay que comenzar diciendo que son necesarias instituciones que den cobertura a lo colectivo. El ser humano no vive solo, tiene necesidad de instituciones que le ayuden a articular su vida en común con sus semejantes. Es un mensaje que, en tiempos de reivindicaciones de libertad, se tenía por conservador, pero que en esta era de liberalismo y populismo se revela como realmente revolucionario.

Esa colectividad que es la Iglesia ha conservado durante veinte siglos la memoria de Jesús. Sin ella, el profeta galileo hubiera sido uno de tantos que se rebelaron contra su situación y la del pueblo y fueron ajusticiados por el Imperio romano. Ha sido la Iglesia quien ha conservado viva la memoria de su figura y de su mensaje. No solo eso: no lo ha hecho como un recuerdo puramente histórico, sino como una memoria viva. Es la transmisión de la experiencia de los testigos, de quienes le acompañaron en su vida y asistieron al acontecimiento pascual.

Memoria del Resucitado

Porque ese es el origen de la Iglesia, su experiencia de presenciar la muerte de Jesús y de experimentar después su encuentro con el Resucitado.

Unos hombres sencillos, que han perdido a su líder de manera oprobiosa y que viven con el miedo de que un castigo similar les alcance, se encuentran con el Resucitado y sienten que su proyecto alumbrará sus vidas a partir de ese momento.

Se habla a menudo de las circunstancias históricas de la construcción de la Iglesia, de la importancia de Pablo en la expansión del cristianismo y, con frecuencia, oímos decir que Jesús no creó ninguna institución; algunos van más lejos, al afirmar que la Iglesia es un “montaje” posterior, basado en intereses económicos y de poder, que se ha ido alejando progresivamente del mensaje original. No podemos negar la evidencia de las derivas de la Iglesia a lo largo de la historia, de su pecado e imperfección. Pero, a pesar de todo, esa Iglesia pecadora ha sido capaz de transmitir la memoria del mensaje esencial que se le confió. (…)

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Índice del Pliego

1. La Iglesia es el Pueblo de Dios, pero no hay un estatus para ese pueblo

2. La Iglesia es necesaria

3. La Iglesia anuncia la presencia del Reino

4. La estructura actual de la Iglesia oscurece el anuncio del Reino

5. Una Iglesia de espiritualidad y acción

6. El culto ha de ser una experiencia espiritual

7. Una doctrina que ayude

8. Una Iglesia en acción

9. Una Iglesia ‘semper reformanda’

10. Temores y esperanzas

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