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La sabiduría y la profecía


Esta obra de Ghislain Lafont (Sígueme, 2007) es recensionada por Alfonso Novo.

 

La sabiduría y la profecía

Autor: Ghislain Lafont

Editorial: Sígueme

Lugar: Salamanca

Páginas: 144

 

(Alfonso Novo) A la hora de estudiar los distintos modelos teológicos, son varios los caminos que se pueden seguir. Por ejemplo, se puede hablar de una teología ascendente y de una descendente, según se arranque de la aspiración del hombre a Dios o de la condescendencia de éste hacia su criatura. Si se piensa en la fuente principal de estudio, se tendrá una teología positiva, centrada en las Escrituras y en los demás monumentos de la tradición cristiana; o bien una especulativa, más atenta a las condiciones de racionalidad que exige la mente humana. Por supuesto, estas dicotomías son más orientaciones para el análisis que patrones inflexibles, pues difícilmente se encontrarán modelos en estado puro.

En La sabiduría y la profecía, Ghislain Lafont utiliza otro criterio: el de la relación de Dios con el ser y el tiempo, un tema éste que ya había desarrollado en su monografía de 1986, Dieu, le temps et l’être. Si se acentúa el aspecto temporal, la teología tiende a adquirir una dimensión histórica, privilegiando conceptos tales como elección o alianza. Si, por el contrario, se da más relieve a lo metafísico, la teología tendrá como objetivo la comprensión de la realidad en su vinculación ontológica con el Dios Uno.

Echando mano de dos categorías clásicas del estudio bíblico, Lafont etiqueta estos dos modelos, respectivamente, como profecía y sabiduría. Ya en las Escrituras ambas perspectivas se encuentran entrelazadas, por lo que la dicotomía no es absoluta; pero también es cierto que cada una de ellas prima en unos u otros escritos. Así también sucede en la historia de la teología cristiana, pero con un manifiesto desequilibrio histórico. Existe, o ha existido, una evidente primacía de lo sapiencial, a costa de lo histórico. Desde la convicción de que Cristo ha llegado en la plenitud del tiempo, “no se ve qué más podía aguardarse”. A medida que la parusía se retrasa y va perdiendo fuerza el sentido de la misión (una vez que el Evangelio se ha extendido a prácticamente todo el mundo conocido), se atenúa el sentido temporal de la teología, cediendo a la convicción de que lo esencial ya se ha cumplido. Es lo que Lafont llama “el principio de perfección”. La teología que se somete al principio de perfección tiende más a ponerse bajo el signo de la sabiduría que bajo el de la profecía. Esto determina dos orientaciones: la relevancia de la mística y la presencia del mal. Y es que, desde la perfección de lo ya dado, lo importante es el acceso a Dios y la justificación de por qué en la vida real tal perfección no se da de hecho.

Estas dos orientaciones permiten distinguir, dentro de la óptica sapiencial, distintos modelos. San Agustín, en el campo del acceso a Dios, acentúa el “ver”, el conocimiento, y en el terreno del mal destaca su factor antropológico, con la dialéctica pecado-gracia. El pseudo-Dionisio, por su parte, respecto a lo primero destaca la incognosicibilidad de Dios, el “tender” hacia una unión que permanece oscura, y respecto a lo segundo presta mayor atención a la carencia metafísica. Recogiendo aspectos de uno y otro, se erige un tercer modelo, representado por santo Tomás.

Frente a este dominio del planteamiento sapiencial, defiende Lafont una recuperación de la línea profética, exigida por la concepción actual del espacio-tiempo, el descubrimiento de la historicidad como una dimensión esencial del sujeto, la interpretación moderna de la Biblia y la cuestión del sentido (y su crisis). Ello no implica la exclusión de la sabiduría, que también debe encontrar un lugar en el nuevo orden teológico. Este nuevo modo de hacer teología “sería menos un saber que un testimonio; y recurriría más a la palabra que al intelecto, a la interpretación que a la doctrina”. Si el debilitamiento de la espera escatológica había hecho nacer un principio místico de perfección, la percepción actual del sentido del tiempo debe asumir dos retos. Por un lado, recuperar la dimensión escatológica; pero por otra parte, a la vez, resaltar el significado positivo del tiempo “después de Cristo”. Así, se puede hablar de un “principio de imperfección”: “La verdad, por más realizada que esté en Jesucristo, no se manifiesta en la Iglesia y en el mundo más que paulatinamente, a lo largo de una historia que posee sentido”.

En conclusión, la teología se sitúa en la confluencia de la profecía y la sabiduría. Los predicados narrativos de Dios (“que sacó a su pueblo de Egipto”, “que resucitó a Jesús de entre los muertos”) introducen en su realidad íntima. La palabra proferida externamente envía al Verbo divino. Para evitar que los nombres trinitarios caigan en el triteísmo o en un historicismo divino, es necesario recurrir a la sabiduría.

El libro de Lafont no es de fácil lectura, no por la complejidad del estilo, sino por la envergadura del tema. La empresa de construir un panorama global de la teología en un espacio relativamente reducido obliga a moverse en terrenos donde la especulación apura el concepto al máximo, donde en ocasiones se insinúa mucho más de lo que se dice explícitamente. Como sucede en todo metarrelato, las afirmaciones arriesgan mucho en su generalización, y algunas veces da la impresión de que los datos, si bien no se fuerzan, se interpretan con un cierto sesgo para hacerlos encajar en la modelización propuesta (con todas sus diferencias, Agustín y Dionisio son ambos neoplatónicos). Pero esto es casi inevitable en un libro de estas características.

Sólo se me ocurre una reflexión acerca de algo que no llamaré carencia, sino posibilidad de una perspectiva alternativa. Pese a que el tema de la creación aparece varias veces, sería necesario abordar con mayor profundidad el problema que se encuentra en la base de esa, por otra parte justa, distinción entre profecía y sabiduría: ¿en qué relación se encuentra Dios con el mundo? ¿Es Dios el garante del orden de las cosas o es el futuro que de algún modo critica el orden presente?

Responder a esta pregunta no es, a mi entender, un problema sólo de modelos teológicos, sino de la misma comprensión de lo que significa creer en Dios.

En el nº 2.632 de Vida Nueva.

Actualizado
17/10/2008 | 08:04
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