Editorial

Pasión cofrade de vuelta

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La Semana Santa vuelve a tomar las calles de España después de dos años de sequía. La irrupción de la pandemia en marzo de 2020 desencadenó un primer confinamiento global que cerró a cal y canto todas las iglesias. La pasada primavera, aunque se retomaron las celebraciones presenciales, se mantuvo la prohibición de cualquier estación de penitencia para evitar la propagación del coronavirus.



Con varias oleadas de COVID-19 a la espalda y miles de fallecidos después, se retoma la expresión más genuina de la piedad popular española: las procesiones.

Se calcula que nuestro país cuenta con más de un millón de personas afiliadas a las más de diez mil cofradías y hermandades presentes en cada pueblo o ciudad. Desde el Domingo de Ramos al Domingo de Resurrección, se puede decir sin errar ni exagerar que siempre hay una imagen de Cristo o de María procesionando por una calle o una plaza, acompañados por sus nazarenos, penitentes, manolas, costaleros y músicos.

Y, sobre todo, por ciudadanos de a pie que se persignan al paso del Cautivo, del Crucificado, de la Dolorosa… Más que una tradición heredada, se trata de una fe que se contagia de padres a hijos, de abuelos a nietos, desde la sencillez devocional que se centra en cada una de las esculturas catequéticas que representan las escenas de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.

Aunque hasta hace poco hay quien miraba desde las sacristías con recelo a las hermandades y cofradías, minusvalorando su misión como custodias de este legado, echando mano de prejuicios folclóricos y de fachada de oropeles, en estos últimos años se ha dado un vuelco a estos estereotipos para reconocer su valor como espacio evangelizador de primer orden y su compromiso social. Tal y como expone en Vida Nueva el arzobispo de Sevilla, José Ángel Saiz Meneses, se han convertido en “el principal muro de contención del proceso de secularización, y son un ámbito pastoral en la transmisión de la fe”.

Aprovechar el fervor

A pesar de la caída de la práctica religiosa, de la desafección con la institución y de las estadísticas que certifican un creciente agnosticismo, que un país se eche literalmente a la calle para celebrar el Triduo Pascual habla de algo más que de unas raíces culturales basadas en el humanismo cristiano. Trasluce una emoción latente, una espiritualidad velada y una interioridad durmiente.

Toda una interpelación directa para una Iglesia llamada a reflexionar sobre cómo conectar con los jóvenes y alejados como lo hace una levantá o una saeta. Y, especialmente, cómo traducir este fervor en punto de partida para que esa puerta abierta al hecho religioso devenga en una vuelta a casa para vivir en el día a día esa pasión cofrade.

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