Publicado en el nº 2.726 de Vida Nueva (del 23 al 29 de octubre de 2010).
La pobreza no está de moda. Es la crisis económica la que hace que el ciudadano se mueva. Cuando afecta al bolsillo de cada uno, el ciudadano se rebela, se queja y protesta. No hay más que verlo en las convocatorias sindicales o en el ruido de la calle.
Sin embargo, la pobreza es una crisis más estructural, más profunda. El número de personas que viven en pobreza extrema ha aumentado hasta alcanzar la cifra de 1.400 millones. Ya son casi 1.000 millones las que pasan hambre a diario. Y la pobreza no cesa de crecer, a la par que las desigualdades. Hoy en día, el 1% de la población mundial controla el 50% de la riqueza y el 20% consume el 80% de los recursos. Son cifras escalofriantes. No puede la Humanidad quedarse con los brazos cruzados esperando a que pase la crisis para que haya menos pobres. Seguirá habiéndolos, si no se erradican las causas de la pobreza.
Varias ciudades españolas han acogido el pasado fin de semana, quizás con escaso foco mediático, las movilizaciones de miles de ciudadanos que han salido a la a la calle para gritar contra esta situación. La Alianza Española contra la Pobreza, que aglutina a numerosos colectivos, entre ellos no pocos religiosos, ha vuelto a repetir –y lleva seis años haciéndolo– que es indignante el nivel de pobreza mundial y ha reclamado a los gobiernos que actúen. No pueden quedarse parados, esperando solucionar sólo la crisis financiera y olvidando todos los efectos colaterales.
El cristiano, por pura fidelidad al Evangelio, ha de estar con quienes luchan cada día por erradicar el hambre y la pobreza. Asistiendo, por ejemplo, a este tipo de manifestaciones, como acuden a otras tantas en defensa de la vida. También aquí, muchos hombres y mujeres se juegan la vida. Unos, antes de nacer; y otros, en su curso, cuando se les niega el fundamental derecho a la alimentación. Una ocasión para que la Iglesia se haga presente también.