Cuando la diplomacia es estéril y de la violencia solo nace más odio, no debe desdeñarse el poder de la oración
VIDA NUEVA | La paz en la tierra es un anhelo que viene de lejos, de muy atrás; por eso, también desde hace mucho, es recurrente la sensación de impotencia de tantas personas de buena voluntad que se han involucrado profundamente en su consecución, pero que han visto, una y otra vez, frustrados sus deseos.
De ahí que ahora, por enésima vez, cuando parecían establecidos los cauces para el diálogo y este ha vuelto a descarrilar violentamente en Tierra Santa, con el enfrentamiento entre israelíes y palestinos, cunda el desánimo. Un pesimismo que se vive de manera dramática en aquellos parajes sagrados para las tres grandes religiones, donde ya varias generaciones han nacido bajo el signo de la barbarie que traen las guerras y que, pese a todo, no acaban de resignarse a que su futuro venga determinado por los enfrentamientos, los atentados indiscriminados o las desproporcionadas operaciones de castigo, que, como es habitual, siempre acaban haciendo más daño a los más indefensos.
La tentación de bajar las manos y dejar al arbitrio de las armas la resolución de los conflictos se acentúa en momentos como este, cuando se ve que la espiral de la violencia es, en realidad, un remolino que arrastra con fuerza al fondo de lo peor del ser humano. Se abona esa sensación cuando incluso parece que la diplomacia internacional ha llegado a la conclusión de la irresolubilidad de un problema que ha convertido la región en un avispero, en el mayor foco de inestabilidad de todo el planeta.
La Iglesia, sin embargo, no ha perdido la esperanza en ningún momento. Y eso, a pesar de que algunos puedan creer que el encuentro que el papa Francisco mantuvo a principios del mes de junio en los jardines vaticanos con los presidentes de Israel y Palestina ha resultado finalmente un fiasco más en esta escalada de despropósitos.
A pesar de ello, después de aquel encuentro histórico, la motivación de fondo sigue siendo tan válida como la formuló, hace ya más de medio siglo, Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris:
Se ha ido generalizando cada vez más en nuestros tiempos la profunda convicción de que las diferencias que eventualmente surjan entre los pueblos deben resolverse no con las armas, sino por medio de negociaciones y convenios.
Ese fue el espíritu con el que Francisco convocó aquel acto, consciente de que una sola palabra –en este caso “hermano”– puede romper esa espiral de odio, pero que para ser capaces de invocarla, “todos debemos levantar la mirada al cielo, y reconocernos hijos de un mismo Padre”, como señaló el Pontífice en su intervención.
Una palabra que puede más que los misiles y la infantería, pero solo si la acogemos “en terreno bueno, sin espinas ni piedras, pero formado y cultivado con cuidado”, como reiteró Francisco, aludiendo a la situación en Tierra Santa, en el ángelus del domingo día 13.
Así pues, cuando la diplomacia resulta estéril y de la violencia solo nace más odio, el valor de la oración, de la palabra –como se demostró hace también unas semanas en el caso de la amenaza de intervención en Siria– no puede ni debe ser desdeñada. Tiene un gran poder transformador sobre los corazones.
En el nº 2.903 de Vida Nueva
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