Editorial

La cara desconocida de las víctimas

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Después de la avalancha que arrasó a Armero, las entidades de ayuda se volcaron sobre Guayabal y Lérida, los dos municipios cercanos, para socorrer a las víctimas y les proveyeron de alimentos, ropas, medicinas y techo.

Cuando semanas después examinaron los resultados de su operación benéfica descubrieron que las víctimas habían perdido más de lo que habían recibido; que se habían vuelto dependientes y pasivas, con una cierta incapacidad para reaccionar creativamente ante el mal o los desastres. Es lo que los expertos llaman el victimismo, esa inmersión querida en la condición de víctimas de una vez y para siempre.

Una nueva tragedia, la del terremoto de Armenia en el año 2000, permitió aplicar la lección aprendida en Armero, y el tratamiento a las víctimas preservó su dignidad y estimuló su capacidad de resiliencia: las víctimas trabajaron en la construcción de sus viviendas y en las obras de urbanización de su nuevo barrio.

Decir que una víctima lo ha perdido todo, aunque frecuente, es una hipérbole. Las víctimas conservan más de lo que se suele admitir; tanto que las víctimas están en condición de aportar, no solo de recibir. Hay una cierta acción de victimario en esa exclusión de las víctimas bajo el supuesto de que lo han perdido todo y solo les ha quedado la disposición a recibir ayuda.

En la sección A fondo de esta edición se detallan los aportes que se pueden esperar de las víctimas que ha hecho la prolongada y múltiple violencia colombiana. De alguna manera este aporte a la nueva cultura que deberá construir el país se presintió en las distintas visitas de las comisiones de víctimas a la mesa de negociaciones de La Habana.

Las víctimas significaron la esperanza en una mesa en la que ha habido una constante fluctuación entre la esperanza y la desesperanza. La esperanza, definida como la fe en lo posible, parecía apagarse ante la magnitud de la tarea que debían cumplir las dos partes y que llegaba a parecer imposible de alcanzar. Cada una de las víctimas llegó con la certeza de que era posible hacer el tránsito desde las simas de sus sufrimientos y de la muerte, hacia las cimas de la vida y de lo posible. La víctima que sobrevive a la acción del mal se convierte en un testigo de la esperanza, que es lo que llevaron esas comisiones de víctimas a La Habana.

La sociedad debe estar dispuesta a recibir sus valiosos aportes, como claves para la paz

Las víctimas, además, hacen visible la inocencia. Anotan Bárcena y Melich: “una víctima que padece injusticia es inocente. Esta es una condición que no perderá y que la distingue de los verdugos. La suya es la inocencia como ausencia de culpabilidad, el estado de aquel que es acusado o que sufre una injusticia sin merecerlo” (La ética ante las víctimas, 204). Ante la tendencia común a mirar a la víctima solo como alguien violentamente privada de algo, verlas como ejemplos vivos de la inocencia es un hallazgo positivo y revelador de un valor desconocido de las víctimas.

Tiene que ver con lo anterior esa condición de la víctima que interpela a la sociedad y hace ver la perversidad de que es capaz la condición humana. Su sufrimiento llega a ser un argumento irrefutable de la presencia y acción del mal. La sola presencia de la víctima constituye un mensaje de una claridad cegadora: el mal existe y su poder debe ser contrarrestado. Al verlas y oírlas se hacía evidente que testimoniaban su experiencia histórica del mal.

Cuando en Suráfrica se instaló la Comisión Verdad y Reconciliación, la esperanza de sus promotores fue que la revelación de la verdad –tan vivamente formulada por las víctimas– hiciera surgir la conciencia moral de los victimarios. Algunas de las escenas vividas en La Habana dejaron la certidumbre del poder y aporte de las víctimas. Su presencia y sus declaraciones hicieron posible la aparición de esa conciencia moral.

La víctima es mucho más que ese alguien que solo recibe. La sociedad debe estar dispuesta a recibir los valiosos aportes de las víctimas, como claves reveladoras de los caminos que llevan a la paz.