Editorial

El timón como servicio

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Del 4 al 8 de marzo, se celebra la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (CEE) de primavera, en la que se renovarán tanto la presidencia como las diferentes comisiones del engranaje colegial. Se cierran cuatro años complejos, capitaneados por el cardenal arzobispo de Barcelona, Juan José Omella. No solo porque iniciara su ruta en la antesala de la pandemia, sino porque, durante la travesía, se ha topado con varios frentes nada desdeñables, con varios envites del Gobierno, como las inmatriculaciones o la financiación eclesial.



No han sido menores los frentes que ha resuelto con solvencia de puertas para dentro de la Iglesia. La crisis de los abusos ha supuesto un varapalo para la credibilidad eclesial, propiciado no solo por los errores del pasado, sino por la falta de conversión a las víctimas, por demorar en exceso una respuesta contundente frente al encubrimiento y el silencio, y por continuar buscando todavía excusas para un escándalo que no tiene nada de justificable. En medio de esta encrucijada, al menos el nuevo plan de reparación integral parece asentar las bases de cómo tiene que ser el acompañamiento a las víctimas para que estén en el epicentro de toda acción, ejecutarse la tolerancia cero a los depredadores y aplicar una inexcusable prevención tanto de los menores como de los adultos.

Esta lacra de la pederastia pone de manifiesto también las diferentes velocidades y sensibilidades existentes entre los propios obispos ante esta y otras cuestiones de vital importancia para la Iglesia en España. Lamentablemente, la polarización global se ha colado también en la Iglesia y ha amenazado en no pocas ocasiones con fracturar la comunión entre los pastores. La capacidad del cardenal Omella para trabajar en equipo y saber navegar en medio de las tormentas sin hacer volcar la barca ha permitido que primara el consenso, limando posturas enconadas.

Aterrizar las reformas de Francisco

De ahí, la trascendencia de esta elección que los obispos tienen entre manos, en la que los nombres de los candidatos han de pasar a un segundo plano para que verdaderamente disciernan sobre el presente y el futuro de la Iglesia española que, todavía hoy, sigue algo renqueante a la hora de aterrizar las reformas de Francisco, que no son otras que las apuestas del Concilio Vaticano II y las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. Una conversión pastoral y misionera que no pasa por luchas de poder, ni por bandos enconados, ni por campañas electorales, sino por redescubrir que ese ‘todos, todos, todos’ exige una cultura del encuentro sinodal que entienda el timón y la responsabilidad que se confía al presidente de la Conferencia Episcopal y que reside en toda la Asamblea Plenaria como servicio y nunca como poder.

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