True Detective y el puente colgante del pecado


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La idea que mejor se ha cimentado en mi cabeza tras ver al fin ‘True Detective’ es que todos pecamos a corto alcance para después horrorizarnos al toparnos con el gran mosaico del mal, cuyas teselas contribuimos a ensamblar.

Líbrenme de equiparar los más refinados actos de perversidad con caídas nocturnas en tentaciones que se dio en tachar de comprensibles, aunque todas estén grabadas en las mismas Tablas. Pero Marty y Rust son discretos ingenieros de infamias que después se tapan la nariz cuando el delito incluye cobertura de suciedad. En el caso de Marty, resulta sangrante que se haga cruces ante el mercado de la carne femenina solo cuando hay bragas sucias a la vista; aceptar los cuerpos de muchachas desorientadas sin relación mercantil alguna, con su mujer, hijas y espaguetis esperándolo en casa, no le provoca insomnio.

Rust siembra dolor allá por donde pisa; el depauperado entre miles es consciente solo de su sufrimiento privado. Al tiempo que repudia la inmoralidad (por mucho que lo disfrace de aversión biológica a lo feo), se concede sus indulgencias en su periplo de justiciero. Como ha sufrido lo que nadie debería, tiene derecho a forjar relaciones que luego deja agonizando o a colmar brutalmente la frustración erótica de la esposa de su amigo. Después, maldice un mundo que él no contribuye a hacer mucho más limpio.

Fragilidad seductora

Poco a poco se me fueron antojando siluetas más que lastimosas, de una fragilidad seductora, que es la de todos. En Rust ha calado una religión con detestables tropezones que ha sido emblema de muchas Iglesias anglosajonas. Se cree el más furibundo de los ateos, pero en realidad es un señalador de ‘La letra escarlata’. Le disgusta que Dios sostenga una creación tan llena de taras, albergue de monstruos, de residuos. Mira ceñudo a los granjeros evangélicos que dan gloria a Dios en una plegaria de fachada, rica en llantos y limosnas reparadoras que sustituyen a la contrición.

Rust comparte ese cristianismo de celulosa por la otra cara. Desearía que no fueran hijos de Dios personajes como el obeso corto de entendederas que caía en el onanismo en presencia de niñas pequeñas. Es un esteta: en su Iglesia no tendrían cabida las madres medio analfabetas con manchas en el delantal. No encuentra la belleza absoluta y eso le hace vivir tirante y borracho, malencarado. ¿Seres supremos que permiten que la luz que era su hija de dos años muera soezmente, mientras las cárceles rebosan de fenómenos de la obscenidad? Días y noches diseccionando suciedad humana, hurgando en lo que nadie quiere ver, solo librarían de abjurar de la caridad a un trozo de madera.Cuanto más enfangada está una persona, más derecho tiene a Dios. Cuanto más horror destapen lenguas y manos, más se necesitará el Evangelio, sobre todo en casas de Dios a la deriva. Sus pequeñas víctimas nos urgen a asperjar bondad y justicia.

No se deja llevar por la marea

Por fortuna, aunque lo temí, Rust no deja que se lo lleve la marea. En su declive más escandaloso, ver a la inocente niña Marie sufriendo el peor de los castigos en esa cinta de vídeo le hace revolverse. Toma la batuta para que la impunidad no vuelva a ser telón de fondo, enrola a Marty en una milicia dual, crepuscular. Y así encaran lo más detestable, y sobreviven a una ratonera de pura tiniebla por causa de hasta lo que Rust acaba llamando milagro. Porque, aunque el terror sea el bastardo indeseado de la libertad y lo haya golpeado sin resuello, hay cabos de bien mayúsculo que le han amarrado los tobillos en los peores trances. Y quien lo lleva hasta ellos es su hija. El timón de un pobre hombre, inmensamente atractivo en su degradación, que demuestra que Dios puede existir, erradicando los peores efluvios del mal en una tierra castigada, sin más soporte que otro pobre hombre.

Son los héroes que buscamos: flojos, insolentes, ingratos, adúlteros… y sedientos de agua viva.