Cardenal Cristóbal López Romero
Cardenal arzobispo de Rabat

Salvados, ¿de qué? ¿o de quién?


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El náufrago que lucha desesperadamente en el mar, braceando hasta la extenuación para mantenerse a flote, puede pensar o gritar “¡estoy salvado!” a la vista de un barco salvavidas que se acerca hacia él… Ya está salvado, sí… pero todavía no. Falta que el barco se acerque a él y que él se acerque al barco; falta que él quiera subir a bordo y acepte aferrarse a la cuerda o al salvavidas que se le lanza; falta que confíe y no desespere.



Es nuestra situación: estamos ya salvados… pero todavía no en plenitud, sino en promesa. Falta que aceptemos nuestro ser limitados y finitos, es necesario que seamos conscientes de la distancia que existe entre nuestros anhelos, deseos y aspiraciones (que tienden al infinito), y nuestra realidad lastrada por el peso de nuestras limitaciones. Es preciso sentirse necesitado de ayuda, de salvación… y estar dispuestos a aceptarla, aunque venga de donde menos la esperamos.

En el corazón de cada ser humano está inscrito un insaciable deseo de bien, de justicia, de libertad, de amor. ¿Quién no quiere vivir en paz y en la verdad? ¿Quién no quiere vivir en plenitud y para siempre?

Pero la cruda realidad, tanto de nosotros mismos como de lo que nos rodea, nos confronta a la soledad, al individualismo y al egoísmo; vivimos muchas veces instalados en la mentira y la hipocresía, y la corrupción ronda en torno a cada uno buscando a quién devorar o contaminar; la injusticia, la desigualdad y la discriminación campan a sus anchas… y no solo en los demás.

La cita final y fatal

Y por encima de todas las cosas, en el horizonte, aparece la muerte; sí, la muerte que inexorablemente nos visitará uno a uno y que nos avisa en quienes se nos adelantan en la cita final y fatal; la muerte, que troncha tantos planes y proyectos, que pone fin a nuestra existencia terrena antes o después de lo que desearíamos.

De todo eso y de nosotros mismos, de nuestros límites y falencias, de su raíz o inicio (el pecado) y de su punto final (la muerte), estamos salvados. Dios no sería Dios si no nos ofreciese a todos los seres creados la posibilidad, real y gratuita, de alcanzar la plenitud de su ser y el objetivo de su existencia. No somos seres para la muerte, sino para la vida plena, feliz y para siempre.

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