José Lorenzo, redactor jefe de Vida Nueva
Redactor jefe de Vida Nueva

Raúl Berzosa y el síndrome del cautiverio


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Pudo haber sido la cara amable y fiable de la Iglesia española en este principio de siglo, pero le pudo la obediencia debida, se apartó de la carrera y empezó a ser señalado por unos y otros. Aún así, siguió brillando, lo que en algunos ambientes suele ser realmente peligroso y en medio del adocenamiento fue tildado de ir por libre.

Ahora, Raúl Berzosa vuelve a recuperar la capacidad de reivindicarse, a pesar de la mortaja con la que le envolvieron en los últimos meses. Pero su mirada sigue plenamente libre, como lo son los ojos de quien padece el síndrome del cautiverio y ha visto cómo patógenos externos han paralizado todo su cuerpo, menos la capacidad de seguir mirando.

Y Berzosa ha estado mirando muy dentro estos meses y no ha encontrado nada inmoral donde otros certifican una nada desdeñable dosis de ingenuidad, inmadurez, terquedad o incluso santidad, condición esta que suele necesitar de alguno de los anteriores ingredientes.

“Ha tenido un corazón inmenso”, dicen quienes saben el origen de las maledicencias vertidas contra él. No se puede negar que le avisaron contra ellas, que le señalaban y le inventaban líos de faldas y de cuentas, de paternidades y pérdidas de fe. Le sobró la inocencia de la paloma y le faltó la mala leche de la serpiente.

El obispo Raúl Berzosa en la parroquia madrileña de Guadalupe, posando para una entrevista con Vida Nueva en diciembre de 2017

Acaba de regresar a su diócesis para despedirse con la cabeza alta, como finalmente se demostró que podía hacer, y nadie fue capaz de impedirlo con argumentos. ¿Alguien se imagina que se le consentiría a un obispo señalado como él que se diera el baño de fieles que se dio en la misa de despedida en la catedral de Ciudad Rodrigo? Faltaron obispos, a pesar de que no cabía un alfiler.

Entraron hasta su alcoba, revisaron sus facturas y no encontraron más quebranto que el de un ánimo acosado, nada con qué llenar de razón la denuncia. Pero el daño estaba hecho. Ganaron los chismosos, esos a los que Francisco denomina “terroristas” porque “tiran la bomba a los demás y se van tranquilos”. Como su querido De Lubac, Berzosa ya sabe que, a veces, los hijos de la Iglesia tienen que pasar por estas cruces.

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