Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Perder el tren


Compartir

Por mucho que esté acostumbrada a viajar, tengo que confesar que soy bastante agoniosa. Como me suelo mover en transporte público, soy de las que me gusta ir con mucho margen, esperar tranquilamente con un libro en la estación y ser de las primeras que entro cuando se da el acceso. Para muchas personas que me conocen y que prefieren ir más ajustadas, esta manía mía es una pérdida de tiempo, pero se trata de un precio que pago con gusto por mi propia tranquilidad.



En estos días he venido a Málaga, así que, para ir allí, organicé mi llegada a Atocha desde un pueblo de la Sierra de Madrid con un margen temporal bastante holgado. Con lo que no contaba era que el tren de cercanías se iba a estropear e íbamos a tener que cambiar a otro. Mi llegada al AVE fue muy ajustada y vino precedida de una carrera por la estación y el consiguiente agobio durante parte del trayecto, contando los minutos que me quedaban. Estas situaciones, que nunca son predecibles, me hacen recordar algunas de esas grandes verdades que, por más que sepamos de teoría, nos cuestan abrazar y aceptar en lo cotidiano: que la realidad se impone más allá de nuestros cálculos y que la vida tiene un ritmo propio, que conviene acoger por más que nos desconcierte.

“El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó” (Job 1,21)

La existencia humana está atravesada por paradojas que, no solo no se contradicen, sino que hemos de aprender a articular a la vez con sabiduría. Así, la exigencia de hacer todo aquello que esté en nuestras manos se combina con el hecho de que no podemos controlar casi nada. Se trata de esa actitud que asume el Job de la parte en prosa del libro bíblico. En sus primeros capítulos, cuando se narra la avalancha de desgracias que sobrevienen al protagonista, sus palabras estoicas (que no tendrán nada que ver con su reacción posterior) evidencian su absoluta impotencia ante unos acontecimientos que le sobrepasan: “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó” (Job 1,21).

Perder un tren no hubiera sido tan grave, por más que rompiera mis planes, pero me devuelve que la condición humana es limitada, que estamos en Buenas Manos, aunque no entendamos nada y que nuestro deseo de controlar cuanto acontece, no solo es un despropósito, sino que se parece demasiado a esa pretensión de ser dioses que tenemos marcada a fuego y que nos asalta cuando menos lo pensamos, aunque sea cuando vamos a perder un tren.