Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Nos vamos a morir


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El otro día comí con unos amigos que hacia tiempo que no nos veíamos. Al empezar, casi como un juego, dijimos que cada uno tenía que brindar por un motivo cotidiano, nada especialmente llamativo más allá de hacernos sentir bien y querer compartirlo.



El primero dijo: “Porque sigo vivo”. Otro añadió: “Porque somos amigos y estamos aquí juntos”. Otro recordó que este verano había podido viajar a visitar a su familia 13 años después de la última vez. Otro agradeció sentirse querido por las personas que quiere. Y así, uno tras otro. El último brindis fue: “Porque nos vamos a morir y lo sabemos y eso nos empuja a vivir con más ganas”.

Creo que es un buen marco para vivir estos días primeros de noviembre: para unos marcados por Halloween, para otros recordando a sus difuntos, para todos envueltos en el misterio del morir y del vivir. Ojalá fuera una ocasión, para creyentes y no creyentes, de pensar sobre el bien morir y el buen vivir. Ojalá nos recordara que son dos caras de la misma moneda y que una realidad implica a la otra necesariamente. Ojalá celebrar estos días nos ayudara a ser más felices, a vivir como cada cual considere con toda la verdad y belleza posible, como un deber ético y una exigencia humana y un gozo profundo.

Porque vivir como si no fuéramos a morir nunca puede hacernos unos ingenuos arrogantes. Y vivir inquietos por la muerte propia y ajena, especialmente de quien más queremos, nos encoge e impide vivir plenamente.

Seres “moribles”

Sí, somos “moribles”. Me lo recuerdan las canas cada mañana. O el dolor de espalda. O mi torpeza en esas cosas que quiero cuidar y sin embargo daño más de lo que quisiera. O cuando compruebo una y otra vez que no siempre sucede la vida como yo querría. O cuando queremos querernos y no dejamos de tropezarnos una y otra vez.

Todo lo que nos recuerda que vamos a morir, nos recuerda que no somos eternos ni mucho menos perfectos. Nos recuerda que no somos dios; somos humanos, frágiles, de hoja caduca, como los árboles secos que embellecen dolorosamente el otoño. Quizá porque sabemos ver en el ramaje seco la vida que bulle dentro del tronco y las hojas ocres por el suelo no nos truncan la confianza en que en unos meses volverá el verdor y la flor y la vida. Dice Rilke en su ‘Libro de las Horas’:

Señor, a cada uno dale su muerte,
una muerte que de cada vida brote
y en que haya amor, significado y sufrimiento.
Pues nosotros somos sólo la corteza y la hoja.
La muerte que cada uno lleva en sí
es la fruta en torno de la cual todo gira.

Ocio. Gente sentada en terrazas

Nosotros solo somos la corteza y la hoja. Y es mucho. Estamos bien hechos. Estamos habitados. Llevamos dentro la muerte como una fruta tierna y no como un enemigo agazapado. Pero nos cuesta la vida (nunca mejor dicho) reconocerlo así. Quizá por eso vivimos tantas veces a medias, como si esto fuera a durar para siempre, como si las oportunidades se fueran a repetir eternamente, como si las personas con que nos cruzamos pudieran reemplazarse con cualquier cosa. Como si fuera secundario elegir vivir, como si fuera suficiente con hacer lo correcto y no lo que nos da vida con la misma fuerza que la primavera arranca las hojas en otoño y estallará los brotes a su tiempo.

Ya sé que no es habitual celebrar así la muerte y los difuntos. Pero tampoco estaría tan mal que nos ayudara a celebrar la vida y vivirla mejor, ¿no?