Jesús Manuel Ramos
Coordinador de la Dimensión Familia de la Conferencia Episcopal Mexicana

La generosidad que nos transforma


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Uno de los más entrañables viajes apostólicos que he realizado, ha sido al estado de Oaxaca. Tierra que conserva muchas tradiciones de orígenes prehispánicos y una gran riqueza cultural. Pero Oaxaca también cuenta con un índice muy alto de su población en situación de pobreza. Con lo que les voy a compartir, quiero argumentar que la pobreza y la generosidad no están reñidas, y que, en mi experiencia, tu riqueza radica en lo que ofreces y no en lo que tienes.



Mi esposa y yo realizamos una visita de tres jornadas a Oaxaca. Varias familias deseaban tener la oportunidad de hospedarnos y atendernos, aunque sea sólo por unas horas, así que dormimos en un hogar distinto cada noche. Generosidad inmerecida. Las tres noches, cenamos “tlayudas”, un platillo típico y delicioso de la región, aderezado con fraternidad y cariño. ¡Qué grata esa gente sencilla, que ofrece lo mejor que tiene a sus visitantes! En ese contexto, conocimos a un matrimonio que con gran desprendimiento nos apartó un espacio para dormir en su casita, que, si bien se miraba bastante sencilla, también lucía limpia, ordenada y con un agradable ambiente familiar. Pero no siempre fue así.

¡Cuánto bien nace de los actos de generosidad!

Años atrás, nuestros anfitriones vivían en una situación muy precaria, mientras se debatían angustiosamente frente a las consecuencias del alcoholismo. Él, albañil de oficio, gastando en bebida lo poco que ganaba. Ella, sin saber leer ni escribir, empleándose en labores domésticas para llevar comida a sus tres hijos. Todos, viviendo en una pequeña casita de lámina, viendo cada vez más lejana la oportunidad de vivir en concordia y salir de esa triste situación. Y en ese escenario, sucedió lo impensable: una noche, una joven madre toca su puerta rogándoles que se queden con su hijo recién nacido, a quien ya había ofrecido por todo el barrio y nadie quería adoptar. Bajo las peculiares condiciones sociales de aquella región, ella temía por su vida y por la de su bebé. Antes de continuar con la historia, imagínate que hoy te sucede a ti. ¿Qué es lo que tú responderías? ¿Cuál sería tu actitud?

Pues debo decirte que, en un acto de generosidad sorprendente, que muchos juzgaríamos de imprudente, tanto padres como hijos estuvieron de acuerdo en recibir al bebé en casa y hacerlo parte integrante de la familia. Los que casi nada tenían y contra corriente vivían en un angustioso día a día, decidieron compartir su vida con ese nuevo ser al que muchos habían rechazado.

De esa decisión surgió un milagro: el bebé creció como un cariñoso niño que una buena noche, con poco más de dos añitos, y cuando la familia estaba por fracturarse definitivamente, le pidió a su padre dejar el alcohol, porque no deseaba perderlo. El padre, conmovido, rogó a Dios por ayuda, pues sabía que no tenía fuerzas suficientes para poder salir de ese profundo abismo en el que se encontraba. Y el Señor misericordioso y conocedor del corazón de sus hijos, respondió muy pronto, pues pocos días después, tocó a la puerta de esa casa un matrimonio de un movimiento católico, que los invitó a transformar sus vidas por medio de un encuentro personal con Cristo, y abordar juntos el camino de la formación en valores humanos y cristianos en beneficio de su familia. 

El resto, es historia que ya imaginas: el padre, apoyado por el movimiento y un grupo de alcohólicos anónimos, deja el alcohol, recuperando su dignidad y el respeto de su familia. La madre, aprende a leer y escribir junto con el pequeño niño que recibieron en casa, a la par que profundiza en el conocimiento del amor de Dios y el evangelio de la familia. Los hijos crecen en un nuevo ambiente de armonía, que antes solo en sus sueños imaginaban. La presencia de Dios se hace palpable en esa familia. ¡Cuánto bien nace de los actos de generosidad!

Y a mi mente llega una humilde chiquilla aceptando, contra toda lógica, ser madre del Mesías prometido. Un carpintero que generosamente acepta en su hogar a un bebé que no era suyo, pero debía tratar como tal. Un niño naciendo en un humilde establo, para traer la reconciliación a la humanidad. Humildad y generosidad como manifestación del amor de Dios.

Estamos llegando a fechas en donde los regalos parecen estar presente en todos lados; pero si observamos con cuidado, nos daremos cuenta de que, en general, son cosas superficiales. En lo superficial nunca se encontrará la trascendencia. Por ello, te invito a dar de lo que realmente es tuyo, a compartir lo que eres capaz de hacer con los dones que Dios te ha dado, y con ello me refiero a tu alegría, tu esperanza, tu inteligencia, tu voluntad y tu fe. No te limites compartiendo solo bienes materiales, ofrece también lo que eres, pues allí radica tu verdadera riqueza y ese es un tesoro que entre más compartes más crece.

Llevando lo anterior al contexto familiar, en Amoris Laetitia 134 encontraremos una pista muy interesante: “El amor que no crece comienza a correr riesgos, y sólo podemos crecer respondiendo a la gracia divina con más actos de amor, con actos de cariño más frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos, más alegres“.  

Dicho lo anterior, espero que tu donación generosa, sea fuente de abundantes bendiciones para tu persona, tu familia y tu comunidad.