Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Cuidar, asignatura de primero de la carrera de Amar


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Entre las peculiares habilidades que me caracterizan se encuentra la desconcertante capacidad de matar incluso a las plantas de plástico. No sé si echarle la culpa a mi condición de urbanita irredenta, a la absoluta ausencia de plantas de cualquier tipo durante mi infancia en la casa familiar o, simplemente, a una innata torpeza para este tipo de relación con la naturaleza que no me permite reconocer, como otras personas hacen, si necesitan luz, agua o un poco más de tierra para crecer mejor. Esta ineptitud mía, confesada y reconocida, hace que nunca tenga una planta por propia iniciativa. Con todo, allá por abril me regalaron una que había sobrevivido hasta ahora, pero que empieza ya a agonizar. He descubierto que, si se ha mantenido durante estos meses, ha sido, precisamente, por el tiempo en que he estado fuera de casa. Aunque parezca paradójico, lo que ha permitido que siga viva tanto tiempo es, precisamente, mi ausencia.



Cuidados

Por más que no tenga maña para las plantas, lo que sí me sobra son ganas de hacer las cosas bien y, claro, de tanto pretender cuidarla y estar pendiente de que no le faltara agua, creo que la he ahogado y está a punto de mutar, bien para convertirse en alga o bien para que le salgan algún tipo de escamas que le permita adaptarse a mi derroche de atenciones. Porque así sucede con todo: un exceso de cuidado hecho con muy buena intención puede convertirse en algo que asfixia, ahoga y mata poco a poco. Cuidar, que es una asignatura de primero en este eterno aprendizaje que es siempre amar, no es tan innato como pudiera parecer. Tenemos que aprender a hacerlo y desplegar esa sabiduría interior que permite descubrir cuándo conviene dejar espacio y cuándo conviene tomar la iniciativa.

Creo que cuidar implica desarrollar esa intuición que ayuda a los otros a ser ellos mismos, articulando, con sabiduría, protección y desprotección, sin que esta última sea descuido o desatención, sino todo lo contrario. Es muy probable, además, que solo podamos desplegar esta destreza en la medida en que estamos más atentos al otro y a su bien, por más que este no resulte ni cómodo ni fácil, que a nosotros mismos y a nuestra dificultad para tolerar el sufrimiento de las personas que nos importan. Se trata de algo parecido a lo que Dios hace con Israel a lo largo de su travesía por el desierto, que sabe cuándo permitir que vivan la escasez y la dificultad que implica atravesar lo inhóspito y cuándo es el momento propicio para sacar agua de la roca y saciar su sed (Nm 20,11). No sé si mi planta va a resucitar o tendré que prepararme para un digno entierro, pero sí sé que desearía cuidar mejor a las personas que me rodean que a las plantas.