Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Cambiar el paso


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No es por dar envidia a quienes me leéis, pero tengo la suerte de poder estar disfrutando de un tiempo de estudio en Jerusalén. Como os podéis imaginar, es una ciudad apasionante, llena de contrastes y de lugares especialmente significativos. Por mucho que sean días de investigación, el mero hecho de recorrer las callejuelas de la zona antigua es un placer para los sentidos. Vista, oído y olfato se llenan de estímulos y resulta todo un placer. Uno de los recorridos que se me están haciendo habituales, pues lo hago cada tarde, es ir desde la puerta de Damasco hasta la puerta de los Leones por las calles de la zona musulmana de la ciudad antigua. Por ahí se apiña la gente entre cantidades inmensas de sandías, cebollas, especies y cualquier cosa que puedan vender, sea lo que sea.



Salir corriendo

En ese contexto, una escena se me ha quedado grabada en la retina. Entre puestos de zoco y tiendas de recuerdos, dos adolescentes judíos ultra-ortodoxos pasaban corriendo, sorteando a quienes gritaban en árabe. Y corrían, además, tapándose los ojos mientras los ‘peyes’, esos rizos laterales que tanto les caracterizan, ondeaban a toda velocidad. Estaban llamativamente fuera de contexto, pero me asombró el modo en que se ocultaban la mirada. No lo hacían porque estuvieran rezando el ‘shemá’, como suele ser la costumbre para concentrarse en aquello que se pronuncia, sino para evitar fijarse en aquello que les rodea en ese escenario que también a ellos les resultaba extraño.

Dos menores judíos se abrazan en las calles de la ciudad vieja de Jerusalén Tierra Santa

Dos menores judíos se abrazan en las calles de la ciudad vieja de Jerusalén

Como sucede con una escena tan llamativa, es fácil que no nos sintamos identificados, pero me temo que también nosotros, a veces, podemos movernos por la existencia como estos dos chavales: a la carrera, sintiéndonos fuera de contexto en medio del bullicio de lo cotidiano y tapándonos el rostro para no mirar lo que nos rodea. A veces nos sentimos muy cómodos entre quienes piensan y sienten la vida como nosotros lo hacemos, y, cuando salimos de ahí, andamos torpes y escurridizos, sin dejar que lo que acontece nos impacte y nos toque por dentro, pasando de puntillas y a una velocidad que no permite posar la mirada en quienes nos rodean ni en lo que cargan sobre ellos. No estaría mal darnos cuenta y cambiar el ritmo de nuestro paso. Al fin y al cabo, nosotros seguimos a Aquel que pasó por la vida fijándose en la pequeña limosna de una viuda (Mc 12,41-44) o en un tipo bajito encaramado a un árbol (Lc 19,1-10).