El ejemplo de los misioneros

(Domingo Albarrán, OP- Madrid) Recuerdo, cuando llegué a Taiwán, cómo mi mente daba vueltas sobre la posibilidad de visitar un día nuestras misiones en los encumbrados montes del país. La ocasión se me presentó en mis primeras vacaciones, cuando estudiaba la lengua china en la universidad. Los misioneros se me adelantaron en la organización del calendario. Cada uno se molestaba en recogerme, visitar sus misiones y llevarme a la misión de otro misionero. A cada paso me sorprendía la forma en cómo se desvivían en atenciones.

Conocedores estos “grandes hombres misioneros españoles” de lo que tienen entre manos por su experiencia de años en ese extraño país, la sensación del huésped es que “estás en tu propia casa”.

En los tiempos en que vivimos no es fácil que un “ordinario como yo” se vea tratado, considerado, valorado y respetado “a cuerpo de rey”. ¡Algo muy especial deben tener estos hombres! Todo ese arsenal de detalles tiene que salir de algo muy elevado que ha empapado la savia de entrega incondicional de sus vidas. Me pregunto: ¿la actividad misionera llega hasta todo este cúmulo de detalles maravillosos?; ¿este derroche de humanidad nace de su carácter o lo han digerido por la experiencia?: ¿no será, quizá, que lo han asimilado de la vida cotidiana de la idiosincrasia cultural de los chinos?

El abulense de Cebreros, Miguel Calera, fue uno de los que se ofrecieron a meterme de bruces en la entraña de aquella maraña difícil de desenmarañar. Desde el principio, me abrió su corazón castellano. “La casa es poco menos que una choza, pero nos apañaremos”, me dijo. Con él estuve tres días. El segundo amanecí con una culebra enroscada a una pata de la cama. Salté gritando. “¿Qué te ha pasado?”, me dijo. Le señalé la culebra, y se rió. “Son mis amigas. Me visitan de vez en cuando. Yo ya estoy tan acostumbrado que ni me preocupan. ¡Tú, tranquilo!”, terminó diciéndome.

Los mosquitos eran también nuestros “amigos”. Adelgacé tres kilos y medio en siete días. Calera me llevaba de pueblo en pueblo por caminillos salvajes atravesando montes, ríos. Supe por el catequista que Calera había construido una veintena de iglesias en tiempos en los que trasportaban en cestos los materiales. “Al comenzar la misión –me decía Calera–, no teníamos lugar para pasar las noches ni qué comer. Estas gentes se compadecían de nosotros, y nos ofrecían comida y un rinconcillo para dormir”.

En el nº 2.698 de Vida Nueva.

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