¿Por qué se están vaciando los confesionarios?

Antonio García Rubio, párroco de Nuestra Señora del Pilar Madrid y escritor

Ilustración-confesión(Vida Nueva) Lo constatan las estadísticas y las experiencias cotidianas: la práctica del sacramento de la Penitencia atraviesa horas bajas. ¿Por qué? Y, más importante: ¿cómo evitarlo? Los ‘Enfoques’ abordan este tema tan complejo de la mano del P. Pedro Fernández, penitenciario en la Basílica de Santa María la Mayor en Roma, y del párroco Antonio García Rubio.

Hemos perdido el sentido del pecado

Pedro-Fernández(P. Pedro Fernández Rodríguez, O. P.- Penitenciario en la Basílica Papal de Santa María la Mayor en Roma) Se me pide una breve reflexión doctrinal sobre la cuestión abierta por el abandono, a veces preocupante, del sacramento de la Penitencia, que ayude a recuperar la práctica de la confesión. Un tema complejo, pero nos encontramos ante otro hecho providencial que invita a una nueva e íntegra evangelización, que geste verdaderos creyentes, capaces por lo mismo de integrarse en la sociedad, creando nuevas comunidades de luz y de esperanza en medio de las tinieblas del mundo.

Benedicto XVI, en su carta de convocatoria del Año Sacerdotal, ha dicho que los sacerdotes no debemos resignarnos a ver los confesionarios vacíos ni con hacer estadísticas sobre el abandono de este sacramento. Además, nos da la razón teológica, pues hay una relación profunda entre el altar y el confesionario, de modo que si no hay equilibrio entre las celebraciones eucarísticas y las penitenciales, algo va mal, y nos encontramos en el corazón de la vida cristiana.

Entre las causas está, evidentemente, la pérdida del sentido del pecado y, más allá, una fe débil en Dios Padre de misericordia. El sacramento de la Penitencia es el del perdón de los pecados, y el pecado es la desobediencia a la voluntad de Dios, manifestada, por ejemplo, en los diez mandamientos. Así pues, no podemos reducir la ofensa a Dios a una ofensa y separación de los hombres, especialmente en su realidad social. Necesitamos, pues, preguntarnos por el nivel de nuestra fe en Dios y si conocemos su Palabra.

Dios es Padre misericordioso, pero no entenderíamos bien su misericordia si no advirtiéramos que es, al mismo tiempo, un Padre justo; aunque nos trata siempre con mucha paciencia, puede llegar un momento en que se le colme; además, cuando llegue el tiempo de la justicia, estaremos obligados a compensar el mal hecho; ningún pecado, incluso el perdonado, quedará impune. Dios no castiga, pero tampoco es un “todo terreno”. Bendito será el día en que nos demos cuenta que no se puede hablar del amor de Dios sin conocer también el temor de Dios.

Arrepentimiento y conversión

La condición necesaria para el perdón de los pecados es el arrepentimiento, que implica dolor de corazón por haber ofendido a Dios y propósito de enmienda para no volver a pecar. Pero la conversión no es posible si no sabemos de qué tenemos que arrepentirnos; hablar de conversión sin hablar de los pecados es uno de los engaños típicos de la superficialidad actual. ¡Cuánto bien nos haría volver a leer aquellos sabrosos tratados sobre los siete pecados capitales para conocernos mejor y superar la afasia penitencial! Algo falla cuando nos sentimos pecadores y no sabemos individuar nuestros pecados. Algo va mal, si a la conversión no sigue la confesión.

¿Cómo recuperar tanto el sentido del pecado y de la culpa y de la pena consecuentes, como la verdadera fe en Dios Padre misericordioso? El camino es la contemplación de Cristo crucificado, pues de la Cruz nacen las lágrimas del agradecimiento y del arrepentimiento. En la Cruz se advierte el misterio divino de la misericordia y justicia infinitas. La muerte de Cristo es un acto de amor y obediencia al Padre, pero es también el acto supremo de la justicia divina; la Cruz es el verdadero sacrificio de expiación de nuestros pecados, la nueva alianza, que celebramos en la Santa Misa y recibimos en la Eucaristía. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito” (Jn 3, 16). Los misterios de la vida de Cristo tienen una densidad que permanece para siempre.

Desde mi experiencia en Roma, agradezco a Dios el encuentro con sacerdotes santos, con religiosos que viven para Dios, con matrimonios cristianos abiertos al gozo exigente del amor divino, y con quienes viven en el mundo la esperanza del Evangelio. Todas las almas son bellas, y la piedra preciosa sigue siéndolo incluso en el fango. Desde el relativismo ético, que produce tanta superficialidad, se intenta facilitar la vida cristiana, olvidando que la fe es la luz del mundo, la sal de la tierra y la levadura del hombre; pero ¡ay de la levadura que no fermenta, de la sal que no da sabor o de la luz que no ilumina! El confesonario es una plataforma para anunciar con la fuerza de lo alto a Cristo crucificado, luz del mundo, que provoca la conversión y soluciona los problemas morales que aquejan a los cristianos, provocados no tanto por los que nos atacan desde fuera, sino, sobre todo, por los pecados de los que estamos dentro.

Que el amor misericordioso de Dios Padre y la potente intercesión de la Santísima Virgen María nos concedan confesores santos, al estilo del Santo Cura de Ars. Entonces, los confesionarios volverán a estar llenos, y los confesores gozarán al celebrar las maravillas que acontecen en el sacramento de la Penitencia, pues Cristo “ha venido al mundo para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37).

 

Una comunicación sencilla y humilde entre hermanos que se aman

Antonio-Gª-Rubio(Antonio García Rubio– Párroco de Santa Eugenia y Santo Domingo de la Calzada. Madrid) Óscar se acercó a la puerta de la parroquia. Yo salía, con el móvil en la mano, atendiendo una llamada. ¿Tiene usted algo que ver con la parroquia?, me preguntó. Le hice una seña con la mano para que esperase un momento. En seguida le atendí. Soy el párroco, contesté con una amplia sonrisa. Tenía 25 años. Una cabellera morena, llena de rizos. Ojos ceniza. Fuerte. Latino. Cuatro años en España. Músico. Buscaba, según él, una parroquia donde poder insertarse con jóvenes. A pesar de su pecado, no había dejado de creer en Cristo en ningún momento. Le acogí. Me senté junto a él y me dispuse a escucharle. Nunca había tenido la oportunidad de tener un cura para él solo. “Siempre tienen prisa”, me dijo. “Quizá tienen miedo a mi pinta desastrada”. No venía a confesarse. Pero, sí me confesó él a mí. Estaba lleno de preguntas. Una batería inmensa: el pecado, la gracia, el demonio, la virginidad de María, el celibato de los curas, el Papa, el mal, el infierno, el cielo, la Biblia, el temor y el amor, el sentido de la existencia, la división de las Iglesias cristianas, la sexualidad, la misa, la oración, los pobres… Óscar me hizo un examen de doctrina cristiana como hacía tiempo que nadie me lo hacía. Se sintió acogido, escuchado, aceptado, respondido, invitado… le noté feliz. “Es la primera vez que me siento así”.

Hubo de pasar un tiempo para que su corazón se sintiera seguro y fuera él quien confesara sus carencias, sus temores, sus pecados, sus búsquedas. Llegó el tiempo de su confesión y reconciliación con el Señor, de su vuelta a casa. Tras sentirse acogido y amado, ahora él, con naturalidad, entregaba y regalaba las llaves de su corazón joven a la Iglesia, se abría de par en par, con total transparencia. Y ofrecía su participación comunitaria.

Unos días después, paseando por el campo, en el entorno de una casa de convivencias, se fueron confesando con tiempo los jóvenes que recibirían el sacramento de la Confirmación. El paseo, acompañado por el trino de los pájaros, el fresco del día y el leve sonido del viento, fue el confesionario por el que gozosamente fueron pasando los hermanos jóvenes. Era el momento sagrado de poner las vidas fragmentadas ante el que perdona, ama, unifica y devuelve la salud. Lo hicieron con devoción y sentido, tras preparar el sacramento, y sabiéndose parte de una comunidad de pecadores.

Experiencia alegre y esperanzada

Una tarde en Adviento y otra en Cuaresma la parroquia se llena de hermanos que se acercan a reconciliarse, haciendo hábito positivo del sacramento de la Penitencia. La experiencia vivida por los sacerdotes que compartimos el sacramento comunitario es siempre alegre y esperanzada. Dentro de una cierta rutina, los cristianos habituales, relativamente pocos comparados con los que viven en el ámbito de la parroquia, se acercan deseosos de tener un tiempo en el que intercambiar con la Iglesia la negatividad que les atenaza y hace espesa su existencia. Generalmente, buscan un rato de diálogo, para comunicar la soledad de su conciencia y abrirse a la gracia del perdón y del amor de Dios.

Cada mañana y cada tarde, los sacerdotes de la parroquia nos sentamos en el templo, generalmente en un banco, en oración y abiertos a compartir el sacramento de la reconciliación con quien lo busca y necesita. El ambiente de oración en el que nos encontramos facilita un tipo de encuentro sacramental que abre las puertas de la misericordia y del perdón a los hermanos. Hermanos entre hermanos nos sabemos y sentimos. Hermanos sacerdotes que, en nombre de la Iglesia, proporcionan a otros hermanos el perdón y la experiencia de la cercanía amorosa del Padre, a través de Jesús, de su palabra y de sus gestos. Relación recíproca. Un hermano pecador oye y comparte con otro hermano pecador. Enseguida se estimula el encuentro con el HERMANO MAYOR. Su Palabra comienza a correr con fluidez, con esperanza, con cordialidad, con entrañas de misericordia. La palabra del penitente, humilde, sentida, balbuciendo una red oscura de pecado y de ofuscación, y la palabra de Cristo, que comienza a brotar y a manar a borbotones en el misterio de esa misma oscuridad intercomunicada. Vidas de pecadores que se abren a la misericordia en el seno de la comunidad creyente. Buena, santa y luminosa experiencia de vida y de fe.

El sacramento de la Penitencia renquea, pero sigue vivo. Resulta necesario para los que viven de la fe. Pero ha de humanizarse y abrirse a la normalidad de una comunicación sencilla y humilde, entre hermanos que se aman y expresan el amor de Dios en su fragilidad, la de una Iglesia peregrina. Nos queda mucho por andar y cambiar.

En el nº 2.685 de Vida Nueva.

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