El baldaquino de San Pedro: un bótox “urgente y necesario”

Cuando Urbano VIII, nada más ser elegido papa, encargó en 1623 a Gian Lorenzo Bernini (Nápoles, 1598–Roma, 1680) la construcción de un baldaquino para el altar mayor de la basílica de San Pedro, el pintor, escultor y arquitecto renacentista –que aún no había cumplido 25 años y se enfrentaba a su primer encargo vaticano– le planteó una disyuntiva que ha marcado la historia del arte y de la Iglesia: elegir entre la gloria o el pasado.



El recién electo Maffeo Vincenzo Barberini (Florencia, 1568-Roma, 1644) eligió, naturalmente, la celebridad, aunque esa decisión significara fundir las nueve toneladas de bronce de casetonado del pórtico del Panteón de Agripa, el grandioso edificio romano reconvertido desde el siglo VII en la iglesia de Santa Maria ad Martyres.

La decisión provocó una revuelta –incluso Giulio Mancini, el médico personal del papa, se lo reprochó– que le acusó de atentar contra la huella del Imperio romano. Cuatro siglos después, Urbano VIII todavía lleva sobre sus espaldas aquel “quod non fecerunt i barbari fecerunt i Barberini” (lo que no pudieron hacer los bárbaros lo hicieron los Barberini). El atrevimiento, sin embargo, pudo hacer que Bernini erigiera su baldaquino, “una absoluta obra maestra del arte y la arquitectura barroca”, como lo describe Pietro Zander, jefe de la sección de Necrópolis y Patrimonio Artístico de la Fabbrica di San Pietro del Vaticano, que será uno de los responsables de su restauración, recién anunciada por la Santa Sede.

Urbano VIII no quiso tampoco conformarse con el baldaquino que Giovanni Guerra había concebido pocos años antes, en 1606, que culminaba con cuatro ángeles de Ambrogio Bonoresi. Baldachin deriva de Baldàc, antiguo nombre de Bagdad, de donde procedían las preciosas telas que se colgaban de él durante la exposición de solemnes reliquias. El propio Bernini –y así convenció, por supuesto, al papa Barberini– defendía que la tumba de san Pedro merecía mayor magnificencia: los cuatro postes que sostenían aquellos textiles los sustituyó por “gigantescas columnas de bronce” de estilo salomónico en referencia a las columnas talladas de vides, símbolo de Cristo, de la primitiva basílica vaticana.

Inspiración procesional

El baldaquino se convirtió así en una “asombrosa máquina de inspiración procesional” y “única en su monumentalidad”, según la define el ingeniero Alberto Capitanucci, jefe del Área Técnica de la Fabbrica di San Pietro y miembro del equipo restaurador. “Visible en todas partes, el baldaquino, tan alto como un edificio de diez plantas, es la pieza central de la basílica, subraya la presencia de Pedro en la confesión vaticana y es la bisagra en torno a la cual gira toda la arquitectura de la basílica”, como la califica el cardenal Mauro Gambetti, arcipreste de la basílica de San Pedro y vicario general de Su Santidad para la Ciudad del Vaticano.

El propio Gambetti fue el encargado de anunciar “una restauración exigente y necesaria”, con vistas al próximo jubileo de 2025 y el cuarto centenario de la dedicación de la “nueva basílica vaticana”, consagrada por Urbano VIII el 18 de noviembre de 1626 tras ciento veinte años de obras. “El plazo previsto es que se finalice en diciembre, justo antes de la apertura de la Puerta Santa”, señaló el cardenal Gambetti, asimismo presidente de la Fabbrica di San Pietro, institución que asume la dirección técnico-científica de las obras. La orden de los Caballeros de Colón ayudará a financiar los setecientos mil euros que costarán.

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