Luis José Rueda: una birreta para el cura del pueblo (de Dios)

arzobispo de Bogotá

San Gil, un municipio colombiano encallado en la troncal del oriente, eje vial que comunica Bucaramanga y Bogotá, al sur del departamento de Santander, tiene 56.037 habitantes y desde el 30 de septiembre de 2023, un cardenal. Se trata de Luis José Rueda Aparicio, arzobispo de Bogotá, nacido en esta tierra del tamal y la arepa un 3 de marzo de 1962. Viene de una familia humilde, “somos 12 hermanos, pero ya murió uno”. Toma su camándula para rezar el rosario –“siempre me encomiendo a la Virgen cada vez que salgo de la casa (cural)”, ubicada en el corazón del centro de Bogotá–.



Vida Nueva le acompañó camino a Guayabetal, un pueblo, en la vía al llano colombiano, a tan solo 30 minutos de Villavicencio, capital del Meta, solo una semana después de aquel 9 de julio cuando en el rezo del ángelus Francisco anunció su creación como cardenal junto a otros 20 prelados. “No me lo creía”, admite. Él y su chofer siguen en labores de rutina, siempre en las periferias, visitando a los más pobres y escuchando los partidos de fútbol nacional en sus largos trayectos.

Bordeada por las montañas de oriente, mira la comunidad de Tocaimita, una invasión en la localidad de Usme, en la vía al llano, una de las tantas periferias de Bogotá. Son gente venida de los territorios azotados por el conflicto (y hasta más allá): “Salieron huyendo y con tal de llegar a Bogotá y tener algún empleo, educación, se vienen a vivir a cualquier lote o en cambuche”. Cuenta Rueda que la Arquidiócesis tiene una red de sacerdotes y laicos trabajando en la zona. En Tocaimita, el Banco de Alimentos lleva mercados, “hay casitas de barro y cartón, donde pueden vivir hasta cinco familias”.

Testimonios personales

En medio de estas adversidades “admiro la solidaridad de ellos, es un valor muy rico. Tienen un dicho: ‘Donde come uno, comen dos y hasta más’”. ¿Lo mejor? “He comido con ellos”. Recuerda que una vez, un sacerdote organizó un almuerzo después de la misa. Allí conoció a un joven, de unos 35 años, alto y delgado, que traía a una anciana invidente.

“Me dijo que era su mamá, entonces le pregunté con quién más vive. ‘Soy hijo único, padrecito, yo la atiendo sin más ayuda que la de Dios’”. Testimonios que tocan su corazón para tener presente su lema episcopal –que le acompaña desde que fue nombrado obispo de Montelíbano (2012)–, Permanezcan en mi amor, y que como cardenal ha adoptado. Un devenir pastoral traducido en gestos de humildad, naturales y sin pose.

Diez minutos antes de partir, terminando el desayuno, sale al estacionamiento de la Catedral Primada de Colombia, ubicada en el centro de Bogotá, en plena avenida séptima, a unos pocos pasos del Palacio de Nariño, residencia del presidente de la República. Sin más escoltas que su chofer, él mismo abre la puerta al reportero y fotógrafo de Vida Nueva. Estupor del equipo… aunque muy normal para él. Comienza una travesía de dos horas por la vía del llano hacia Guayabetal. Ahora que será cardenal, ¿qué cambia? “Nada”. Es tajante. Eso sucede al terminar el rezo del rosario.

Se tiene el concepto –cuestión zanjada por Francisco en su pontificado– de que el cardenal es un príncipe de la Iglesia. A quemarropa recibe la premisa, entonces apela a sus primeros años. El teólogo, profesor y arzobispo de la ciudad más importante de Colombia y que estudió en Roma, repartió periódicos, trabajó en una emisora de radio y en una cementera, vendió empanadas y cruzaba la frontera con Venezuela para abastecerse de abarrotes cuando el diferencial cambiario estaba a razón de 17 pesos por cada bolívar.

Los exámenes de la vida

“Nuestro padre nos enseñó el valor del trabajo. Él era maestro (albañil) y nos decía: ‘Todo arte que aprendan les va a servir en la vida’. Así aprendí carpintería, a pegar bloques, a frisar, a embaldosar. Todo eso lo aprendí con él”. Aun cuando admite que en la actualidad el trabajo de un niño “sea visto con suspicacia”, se siente privilegiado de esa infancia, porque “los niños de nuestra época trabajábamos como parte del apoyo a la familia, para aprender un oficio, nada tenía que ver con la explotación propia del modelo económico depredador, que es lo que daña la relación con el trabajo. Fueron labores aprendidas al calor del amor paterno, de manera gradual, sin presiones”. Antes de ingresar al seminario en 1983, era electricista, mecánico y hasta cursó su bachillerato de técnico en metalistería, todo gracias a don Luis Emilio Rueda Joya, su padre.

Hora y media después, cruzando el túnel entre Guayabetal y puente Quetame, catalogado como el más largo de Latinoamérica, comparte que, además del fútbol, su otra pasión es el ciclismo: “Nairo Quintana es mi favorito”. Son amigos, en algunas ocasiones “lo he saludado a él y a su mamá, que viven en la carretera entre Tunja y Barbosa”. Sigue el diálogo. Cuando llegó a Popayán como arzobispo, en 2018, cabalgó por las veredas, calzando sus botas de agua, machete en mano. No se mide cuando se trata de llegar a la gente, es otra de sus pasiones, conversar, escuchar, bendecir y “que me bendigan”.

Se quita las sandalias. Pero ¿cómo aprender a ser cardenal? “Será lo mismo”, aunque “siga siendo cardenal tal vez con menos experiencia, menos aprendizaje, de cuando era sacerdote, porque la vida te va enseñando”. Recuerda que recién ordenado cura, en 1989, “me enviaron a una comunidad a siete horas de la diócesis, Albania –provincia de Vélez–. Allí aprendí con la comunidad, como también se aprende a ser diácono, obispo, cardenal, religioso o religiosa, misionero o laico”, porque “en la comunidad están los verdaderos exámenes de la vida”.

Una lección episcopal

Agradece a sus formadores de seminario por su influencia, “eran hombres de fe, prácticos y comprometidos, alegres con su misión, manos y pies en tierra, con el corazón y la mirada puesta en lo alto, fijos en el Señor Jesús, en su comunidad y el Pueblo de Dios”. Sabe muy bien, la Iglesia “no es una organización, es solo pueblo de Dios caminando, trabajando, luchando, creyendo, motivados por la fuerza del Espíritu Santo”.

Una lección que nunca olvidará data de cuando tenía 8 años, cuando el papa Pablo VI visitó Colombia en 1968. Era el primer Sucesor de Pedro en pisar suelo colombiano. Cuentan que “los párrocos de la diócesis de Socorro y San Gil estaban recepcionando el Concilio Vaticano II y estaban viviendo la segunda Conferencia del Episcopado Latinoamericano de Medellín”. Se preguntaron, ¿qué hacer a propósito de esta visita? ¿Un monumento, una cruz, un cuadro, una gruta? “Que va, decidieron, en un acto de parresía de entonces, organizar cooperativas en cada parroquia y a la fecha algunas aún existen”.

Fue un gesto profundo de estos padres, pues a lo largo de los años permitieron “a la gente ahorrar, acceder a créditos a baja tasa de interés, aprender a usar el dinero, que permitieron mejorar sus cosechas, tener vivienda propia, posibilitar el estudio de sus hijos. Esto gracias a que el Espíritu sopló”. Son memorias atesoradas en el corazón del undécimo cardenal de la historia de Colombia.

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