Francisco pide a los sacerdotes en la Misa Crismal que no sean “instrumentos de división”

  • “¡Nuestro sacerdocio no crece remendando, sino desbordándose!”, reclamó el pontífice que ha presidido la celebración en la mañana del Jueves Santo junto a más de 2.000 presbíteros de la diócesis de Roma
  • Invitó a los curas a superar las crisis descubriendo “la ayuda del Espíritu Santo”, acogiéndolo “no en el entusiasmo de nuestros sueños, sino en la fragilidad de nuestra realidad”

El papa Francisco ha presidido, en la mañana de este Jueves Santo y junto con una representación del consejo presbiteral de la diócesis de Roma, así con diferentes fieles, la Misa Crismal en la Basílica de San Pedro. Los presbíteros presentes, mas de 2.000 entre curas, obispos y cardenales, durante esta celebración, han renovado sus promesas sacerdotales ante el obispo de Roma y el pontífice ha consagrado el crisma y bendecido los Santos Óleos como marca la tradición, aunque esta vez se ha hecho junto a la sede para el Papa colocada no en el baldaquino sino en la propia nave de la basílica para evitar que el pontífice suba escaleras. Además el Papa sopló sobre el aceite perfumado destinado a ser el crisma desde la propia sede. La celebración, que ha contado con el apoyo del cardenal vicario de Roma, Angelo de Donatis, en la plegaria eucarística. Para el folleto de la celebración se ha elegido una representación del beso de Judas como portada.



Más que una organización

“Al principio está el Espíritu del Señor”, recordó Francisco al comienzo de su homilía, ya que, prosiguió, “sin el Espíritu del Señor no hay vida cristiana y, sin su unción, no hay santidad”. Sin Él, insistió el Papa, “la Iglesia sería la Esposa viva de Cristo, sino a lo sumo una organización religiosa más o menos buena; no el Cuerpo de Cristo, sino un templo construido por manos humanas”. “No podemos dejarlo de lado o aparcarlo en alguna zona de devoción”, advirtió.

“Hermanos, sin méritos, por pura gracia hemos recibido una unción que nos ha hecho padres y pastores en el Pueblo santo de Dios”, añadió que Jesús “por el poder de esa unción, predicaba y realizaba signos” con su fuerza curativa. “Jesús y el Espíritu actúan siempre juntos, de modo que son como las dos manos del Padre que, extendidas hacia nosotros, nos abrazan y nos levantan. Y por ellas fueron marcadas nuestras manos, ungidas por el Espíritu de Cristo”.

Ungidos como los apóstoles

A partir del testimonio de los apóstoles explicó que “con entusiasmo siguieron al Maestro y comenzaron a predicar, convencidos de que más tarde realizarían cosas aún mayores; hasta que llegó la Pascua. Allí todo pareció detenerse; llegaron a renegar y a abandonar al Maestro. No tengamos miedo, seamos valientes al releer nuestra propia vida. Tomaron conciencia de su propia incapacidad y se dieron cuenta de que no lo habían entendido”. Pedro, con sus negaciones, “y los demás quizá se esperaban una vida de éxito detrás de un Mesías que atraía multitudes y hacía prodigios, pero no reconocían el escándalo de la cruz, que echó por tierra sus certezas”.

Jesús sabía que no lograrían nada solos, y por eso les prometió el Paráclito”, señaló Bergoglio destacando que la unción en Pentecostés fue “la que transformó a los discípulos, llevándolos a pastorear el rebaño de Dios y ya no a sí mismos. Fue esa unción fervorosa la que extinguió su religiosidad centrada en sí mismos y en sus propias capacidades. Al recibir el Espíritu, los miedos y vacilaciones de Pedro se evaporan; Santiago y Juan, consumidos por el deseo de dar la vida, dejan de buscar puestos de honor –los cotilleos, hermanos míos–; los demás ya no permanecen encerrados y temerosos en el cenáculo, sino que salen y se convierten en apóstoles en el mundo”.

Sacerdotes en crisis

Dirigiéndose a los presbíteros, destacó que “para nosotros hubo una primera unción, que comenzó con una llamada de amor que cautivó nuestros corazones. Por ella soltamos las amarras, y sobre ese entusiasmo genuino descendió la fuerza del Espíritu, que nos consagró”. Y, relató, tras una época de entusiasmo llegan las “crisis” en sus diferentes formas ya que, añadió, “a todos, antes o después, nos sucede que experimentamos decepciones, dificultades y debilidades, con el ideal que parece desgastarse entre las exigencias de la realidad, mientras se impone una cierta costumbre; y algunas pruebas, antes difíciles de imaginar, hacen que la fidelidad parezca más difícil que antes”.

De la crisis, para el Papa, “se puede salir mal parado, deslizándose hacia una cierta mediocridad, arrastrándose cansinamente hacia una ‘normalidad’ en la que se insinúan tres tentaciones peligrosas: la del compromiso, por la que uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que uno intenta “llenarse” con algo distinto respecto a nuestra unción; la del desánimo, por la que, insatisfecho, uno sigue adelante por pura inercia”. Por ello, el pontífice alertó sobre el “gran riesgo” de que “mientras las apariencias permanecen intactas –soy sacerdote, soy padre…–, nos replegamos sobre nosotros mismos y seguimos adelante desmotivados; la fragancia de la unción ya no perfuma la vida y el corazón ya no se ensancha, sino que se encoge, envuelto en el desencanto, es como si se destilase el sacerdocio lentamente y se va olvidando de ser pastor del pueblo”.

Frente a esto, la crisis puedes ser, para Francisco, también un “punto de inflexión” en el que descubrir “la ayuda del Espíritu Santo” acogiéndolo “no en el entusiasmo de nuestros sueños, sino en la fragilidad de nuestra realidad”. “Es una unción que desvela la verdad en lo profundo de nosotros mismos, que le permite al Espíritu ungir nuestras debilidades, nuestros trabajos, nuestra pobreza interior. Entonces la unción tiene de nuevo buen olor: la fragancia de Cristo, no la nuestra”. En este sentido quiso transmitir su cercanía a los sacerdotes presentes que están en esta situación de crisis.

Para el Papa ”la madurez sacerdotal pasa por el Espíritu Santo” y “se realiza cuando Él se convierte en el protagonista de nuestra vida”. Por ello invitó: “Redescubramos entonces que la vida espiritual se vuelve libre y gozosa no cuando se guardan las formas y se hace un remiendo, sino cuando se deja la iniciativa al Espíritu y, abandonados a sus designios, nos disponemos a servir donde y como se nos pida. ¡Nuestro sacerdocio no crece remendando, sino desbordándose!”.

Frente a la infidelidad

“Toda doblez que se insinúa es peligrosa, no hay que tolerarla, sino sacarla a la luz del Espíritu”, advirtió frente a “la falsedad y la hipocresía clerical”, ya que “el Espíritu Santo es el único que nos cura de la infidelidad”. “Para nosotros es una lucha a la que no podemos renunciar, en efecto, es indispensable”, apuntó recomendando “que invocar al Espíritu no sea una práctica ocasional, sino el aliento de cada día”. “Dejémonos impulsar por Él para combatir las falsedades que se agitan en nuestro interior; y dejémonos regenerar por Él en la adoración, porque cuando lo adoramos, Él derrama su Espíritu en nuestros corazones”, añadió Francisco.

Y es que, añadió el Espíritu Santo es también “armonía” en el cielo y la tierra. “Él suscita la diversidad de los carismas y la recompone en la unidad, crea una concordia que no se basa en la homologación, sino en la creatividad de la caridad. Así crea armonía en la multiplicidad”, destacó. “Crear armonía es lo que Él desea, especialmente a través de aquellos en quienes ha derramado su unción”, apuntó previniendo contra un presbiterio dividido.

Por ello recordó a los sacerdotes que “crear armonía entre nosotros no es sólo un método adecuado para que la coordinación eclesial funcione mejor, no es una cuestión de estrategia o cortesía, sino una exigencia interna de la vida en el Espíritu” por ello es un pecado convertirse “aunque sea por ligereza, en instrumentos de división; y le hacemos el juego al enemigo, que no sale a la luz y ama los rumores y las insinuaciones, que fomenta los partidos y las cordadas, alimenta la nostalgia del pasado, la desconfianza, el pesimismo, el miedo”.

“Tengamos cuidado, por favor, de no ensuciar la unción del Espíritu y el manto de la Madre Iglesia con la desunión, con las polarizaciones, con cualquier falta de caridad y de comunión”, clamó. “Ayudémonos, hermanos, a custodiar la armonía, empezando no por los demás, sino por uno mismo”, propuso. “Recordemos que el Espíritu, “el nosotros de Dios”, prefiere la forma comunitaria: la disponibilidad respecto a las propias necesidades, la obediencia respecto a los propios gustos, la humildad respecto a las propias pretensiones”, sentenció.

Agradeciendo el testimonio y misión de los presbíteros, el Papa destacó finalmente la “amabilidad del sacerdote” ya que “si la gente encuentra incluso en nosotros personas insatisfechas y descontentas, que critican y señalan con el dedo, ¿dónde descubrirán la armonía?” “En nombre de Dios, ¡acojamos y perdonemos siempre! Recordemos que ser agrios y quejumbrosos, además de no producir nada bueno, corrompe el anuncio, porque contra-testimonia a Dios, que es comunión y armonía”, suplicó.

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