Françoise Petit: “Los derechos humanos desafían”

La superiora general de las Hijas de la Caridad confirma la vocación al servicio de los pobres y de los enfermos

Cuando el 25 de marzo de 1642, fiesta de la Anunciación, Luisa de Marillac y sus pocas compañeras emitieron en privado (la aprobación de la cofradía es de 1646) a los tres votos de pobreza, obediencia y castidad, añadieron un cuarto, específico de la compañía: servir a los pobres.



La compañía, que fue fundada en 1633 por Vicente de Paúl y Luisa de Marillac, se llamó originalmente Siervas de los Pobres de la Caridad, y fue la primera de mujeres con hábito seglar y vida común dedicada a las obras de asistencia domiciliaria instituida en la Iglesia Católica. Hoy con 12.400 monjas presentes en 97 países, las Hijas de la Caridad son la congregación de religiosas más grande del mundo.

La casa generalicia está en el corazón de París, cerca del convento de la rue du Bac, el antiguo edificio de Châtillon, en cuyo interior se encuentra la Capilla de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, un importante lugar de oración y peregrinación, construido tras las apariciones marianas de 1830: la Virgen se apareció a Catalina Labouré y le encomendó la tarea de acuñar la popular medalla, hoy objeto de devoción en todo el mundo.

Françoise Petit, elegida superiora general hace un año, confirma la vocación al servicio de los pobres y de los enfermos.

PREGUNTA.- Son la primera congregación del mundo en términos numéricos: ¿cómo lo explica?

RESPUESTA.- Cierto, todavía somos muchas, pero los números están bajando. ¡Llegamos a ser 40.000! Actualmente hay unas 140 hermanas en el seminario (novicias). Las jóvenes que entran son atraídas por la vida comunitaria, por la vida de oración. Ven que estamos verdaderamente al servicio de las personas que viven hoy en condiciones precarias, según el carisma recibido por nuestros fundadores, San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac.

P.- Realizan un voto de pobreza y compromiso al servicio de los pobres: ¿cómo viven la pobreza?

R.- Tratamos de contentarnos con lo necesario. Ponemos todo en común y por lo tanto nada nos pertenece. Cuando tenemos que comprar algo, primero pensamos en si realmente es importante. Pero el voto de pobreza no se vive tanto como obediencia a una disciplina hecha de reglas cuanto como una conducta libremente elegida, que nos lleva a despegarnos lentamente de las cosas materiales. Cuando entré en la congregación de las Hijas de la Caridad tenía mi propia idea de cómo debían ser las cosas, pero luego esa idea evolucionó cuando me di cuenta de que el voto de pobreza era una respuesta dada continuamente. Hay un camino para seguir a Cristo, casto, pobre, obediente.

P.- ¿Cuál es el voto más difícil? ¡Muchas consagradas dicen que es el de la obediencia!

R.- Depende de los momentos de la vida y de los acontecimientos. Obedecer puede ser difícil por ejemplo cuando cambias de comunidad, si estás apegado a la misión y sobre todo a la gente de la que te vas. Puede ser un desarraigo, vivido en carne propia. A veces es el voto de pobreza porque te sorprendes teniendo la tentación de comprar. A veces es el de la castidad, porque puede hacernos sentir falta de afecto y una sensación de soledad. Pero los votos están todos ligados entre sí y gradualmente experimentamos su capacidad para hacernos libres. A menudo digo que no nos endurezcamos, sino que confiemos al Señor todos los deseos que tenemos de responder a su llamamiento a través de los votos.

Los votos son un compromiso, y también son un camino a seguir. La paz interior, la madurez espiritual se logran con los años. Al principio es fuerte el deseo de vivir todo de manera radical, luego nos endurecemos un poco, nos comparamos con las demás o nos desesperamos con nosotras mismas. Y todo esto no hace crecer… Es necesario empezar por reconocer tus dones y aceptar tus limitaciones. La meditación de la Palabra de Dios y el tiempo de compartir en comunidad ayuda en esto. Además, dialogar sobre la Palabra de Dios nos permite conocer más profundamente a las hermanas de nuestra comunidad y ayudarnos unas a otras.

P.- ¿Cuál es la pobreza del pecador tal como la reconocemos, por ejemplo, en el Avemaría, cuando le imploramos diciendo “ruega por nosotros pecadores”?

R.- La pobreza del pecador es que a veces está lejos de Dios, sordo a sus peticiones, o ciego a sí mismo, a los demás, o a las miserias que le rodean. Sin darnos cuenta, ya no nos conformamos con la voluntad del Señor, que sin embargo nos perdona, afortunadamente. Y también nos olvidamos de esto. Quizás es una de las mayores pobrezas, y es la que nos lleva a desesperarnos con nosotras mismas, olvidando que el Señor confía en nosotras, y si volvemos a Él, Él siempre nos acoge.

P.- ¿En qué consiste la pobreza evangélica? ¿Hay una pobreza para buscar y una para combatir?

R.- La pobreza evangélica es la que se nos pide vivir en el seguimiento de Cristo, que no tenía ni siquiera donde reposar la cabeza. Es también la pobreza de espíritu y la sencillez de corazón que no obstaculizan los dones de Dios. La pobreza a combatir no es de este tipo. Es la violencia, la injusticia, la miseria. Uno de nuestros desafíos como Hijas de la Caridad es la defensa de los derechos humanos. Muchas hermanas están comprometidas en ello, tanto participando en proyectos y acciones de asociaciones, en la ONU –donde hay dos Hijas de la Caridad– como en la vida cotidiana a nivel local.

P.- ¿Cómo vivís la ancianidad en las comunidades?

R.- Hay grandes diferencias de un país a otro. En Kenia o Albania, por ejemplo, no hay monjas ancianas. En cambio, en Europa –en Italia, Francia, España, Alemania y los Países Bajos– las comunidades están envejeciendo. Algunas Provincias pueden permitirse mantener a las hermanas mayores en comunidades activas, porque hay suficientes hermanas capaces de ocuparse de ellas. En Francia, las hermanas ancianas son a menudo ubicadas en un Ehpad (centro de acogida para personas ancianas no autosuficientes) donde, con sus limitaciones, siguen su misión entre otras personas ancianas. Son un signo de la Iglesia a través de la vida fraterna, prestando una atención particular a los demás.

Confío en ellas

P.- ¿Hay pobrezas que le resultan más insoportables que otras, a nivel personal?

R.- Cuando era trabajadora social, lo que más me conmovía era conocer a los padres, en particular a las madres, que habían perdido a un hijo. A finales de agosto fui a Ucrania para visitar a nuestras hermanas, que están acogiendo a muchas personas desplazadas, sobre todo mujeres y niños. En esa ocasión me impactó mucho escuchar, por ejemplo, a una mujer que contó que sus dos hijos estaban en el frente. Su dolor me golpeó profundamente. Hay pobrezas que dejan huella.

P.- Ha sido elegida superiora general de las Hijas de la Caridad: ¿quien cubre puestos de autoridad debe a su vez hacer frente a la pobreza?

R.- La experimento todos los días. Pobreza de competencias, de carácter, aridez espiritual, cansancio… Siempre tengo que enfrentarme a mis límites. Tengo defectos, como todo el mundo. ¡Afortunadamente no los tengo todos en el mismo día! (risas). Pero no estoy sola, estoy rodeada de ocho hermanas del Consejo General. Confío en ellas, nos complementamos. Cuando tienes autoridad, el problema es que es más difícil para los demás decirte que algo va mal.

Cuando te aplauden es hermoso, pero debemos aprender a no tomarlo como algo personal y nunca perder de vista que se aplaude al Señor. Cuando veo a las monjas rezando, me digo: ¡tal vez soy yo la que reza peor! Luego me tranquilizo, porque no hay primero ni último. Lo importante es saber que somos acogidos por el Señor, sean cuales sean nuestros límites. Es Él quien hace lo esencial, hacemos lo que podemos con lo que somos.

Y Pablo VI las invitó a quitarse la corneta

Al principio las Hijas de la Caridad vestían hábitos seglares, pero pronto se instauró el uso del traje de las chicas del pueblo de Île-de-France, en tela gruesa de sarga gris, y con cuello y cofia blancos; la cofia fue reemplazada por el característico tocado de ala ancha, la corneta, ya en uso entre las campesinas de París, Picardía y Poitou, cuyas “alas” a lo largo del siglo XVIII se hicieron más anchas y almidonadas. Tras el Vaticano II, Pablo VI invitó personalmente a la superiora general de las Hijas de la Caridad a simplificar el vestido, que pasó a ser azul oscuro y sin corneta.

*Entrevista original publicada en el número de noviembre de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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