Esta vez, las previsiones metereológicas se cumplieron con absoluta precisión. El cielo de Roma amaneció gris el domingo 4 de septiembre y densos nubarrones se perfilaban en el horizonte. A las nueve y media de la mañana comenzó a caer una lluvia esporádica y fina que poco a poco incrementó su intensidad y su fuerza; ello no obstante, en la Plaza de San Pedro ya se habían congregado algunos millares de fieles provenientes en gran número de las diócesis venecianas que empezaron a recurrir al uso de los paraguas e impermeables multicolores.
- PODCAST: Juan Pablo I, la persona tras el beato
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En torno a las diez fueron ocupando sus puestos los cardenales y obispos a la derecha del altar papal y, a la izquierda, el Cuerpo Diplomático (incluida la embajadora española ante la Santa Sede, Isabel Celaá) y las cuatro delegaciones oficiales. La más importante era la italiana, a cuya cabeza figuraba el presidente de la República, Sergio Matarella, acompañado por el presidente de la región de Véneto, Luca Zaia, y los alcaldes de diversas ciudades ligadas al recuerdo de Albino Luciani. A su lado, el primer ministro del Principado de Mónaco, el estado mayor de la Soberana y Militar Orden de Malta, con el lugarteniente del gran maestre, el canadiense John Dunlop, y el embajador de Taiwán.
Al arreciar el temporal, todos se protegían de la lluvia. Mientras, en su ya habitual silla de ruedas, hizo su entrada el papa Francisco, que, una vez revestido con una capa pluvial, tomó asiento en el centro del altar mientras el coro, alternando con la asamblea, entonaba el salmo 95: “Cantad al Señor un cántico nuevo”. Comenzó, ya entre aparatosos relámpagos y truenos, el rito de beatificación.
El obispo de Belluno-Feltre, Renato Marangoni, pidió al Pontífice, “humildemente, que inscriba en el número de los beatos al venerable siervo de Dios Juan Pablo I, papa”. Bergoglio, invocando “nuestra autoridad apostólica”, proclamó que, “de ahora en adelante, el venerable Juan Pablo I, papa, sea llamado beato y que sea celebrado todos los años en los lugares y según las reglas establecidas por el derecho el 26 de agosto” (día en que fue elegido Papa en 1978). Al oír estas palabras, la multitud las subrayó con un estruendoso aplauso mientras, en la fachada de la basílica, era desvelado el retrato del nuevo beato.
Autor chino
El gigantesco tapiz, colgado del balcón central del aula de las bendiciones, refleja el cuadro titulado El Papa sonriente, del que es autor el pintor chino Yan Zhang, que, en su larga experiencia artística, une las técnicas de la milenaria tradición pictórica de su país con la concepción occidental. Es la primera vez que un artista chino (ya presente en los Museos Vaticanos) expone una obra suya en una celebración litúrgica presidida por el Papa.
En ese momento, la sobrina de Luciani, Lina Petri (que ha trabajado durante muchos años en la Sala de Prensa vaticana), llevó al altar la reliquia del nuevo beato, y ahí también se registró una novedad al no tratarse, como en circunstancias similares, de restos biológicos, sino de un texto manuscrito sobre las tres virtudes teologales que data de 1956 e incrustado en una piedra de su pueblo natal, Canale d’Agordo.
El canto del Gloria resaltó la solemnidad del momento. La Liturgia de la Palabra se abrió con la lectura del Libro de la sabiduría (“¿y quién hubiera conocido tu voluntad si tú no le hubieras dado la sabiduría?”), proclamada por la periodista y vicepostuladora de la causa, Stefania Falasca. La segunda lectura fue un extracto de la carta de san Pablo a Filemón, encomendándole que acoja a Onésimo, “mi hijo”, como le hubiera acogido a él. El Evangelio de Lucas (14, 25-33) recordaba esta frase de Jesús: “El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío”.
Manipuladores
De esos textos arrancó la homilía de Francisco, iniciada con esta reflexión sobre “el gran gentío” que seguía a Jesús, parangonándolo con un fenómeno muy actual: “Sucede también hoy, especialmente en los momentos de crisis personal y social, cuando estamos más expuestos a sentimientos de rabia o tenemos miedo por algo que amenaza nuestro futuro; nos volvemos más vulnerables y así, dejándonos llevar por las emociones, nos ponemos en las manos de quien, con destreza y astucia, sabe manejar esta situación aprovechando los miedos de la sociedad y prometiéndonos ser el salvador que resolverá los problemas, mientras en realidad lo que quiere es que su aceptación y su poder aumenten”.
Estilo muy distinto –destacó– es el de Dios, “que no instrumentaliza nuestras necesidades, no usa nuestras debilidades para engrandecerse a sí mismo. Él no quiere seducirnos con el engaño, no quiere distribuir alegrías baratas ni le interesan las mareas humanas. No profesa el culto a los números, no busca la aceptación, no es un idólatra del éxito personal. Al contrario, parece que le preocupa que la gente le siga con euforia y entusiasmos fáciles”.
Instrumentalizar a Dios
En una aplicación a la situación contemporánea, añadió que “se puede ir en pos del Señor por varias razones y algunas, debemos reconocerlo, son mundanas. Detrás de una perfecta apariencia religiosa, se pueden esconder la mera satisfacción de las propias necesidades, la búsqueda del prestigio personal, el deseo de tener una posición, de tener las cosas bajo control, el ansia de ocupar espacios y obtener privilegios y la aspiración de recibir reconocimientos, entre otras cosas. Pero no es el estilo de Jesús. Y no puede ser el estilo del discípulo y de la Iglesia”.
Concluyó estas ideas resaltando que “seguir al Señor no significa entrar en una corte o participar en un desfile triunfal y tampoco recibir un seguro de vida. Al contrario, significa cargar la cruz”. Y, en ese momento, introdujo una primera cita del papa Luciani, que escribió que “nosotros mismos somos objeto, por parte de Dios, de un amor que nunca decae” (ángelus del 10 de septiembre de 1978).