Valentín Bravo, un san José de hoy: “Soy mejor cura gracias a mi hijo”

Valentín Bravo, sacerdote, y Alosa, su hijo adoptivo

Este 19 de marzo, en que celebramos su festividad, es un buen momento para poner la mirada en el Año de San José, decretado por el papa Francisco hasta el 8 de diciembre, y por el que todos los cristianos estamos invitados a abrir las páginas del Evangelio y leer las escasas referencias a un personaje apenas citado (ni siquiera se relata su muerte) pero, qué duda cabe, fue esencial en la historia de salvación protagonizada por su hijo; ni más ni menos, que un niño Dios que acabó muriendo colgado en un madero por toda la humanidad.



Desde esa otra madera en forma de cruz y ante su madre doliente, ¿pensó Jesús en su segundo padre, un carpintero llamado José que, viudo ya, no huyó ante lo que le decía la joven María, quien, antes de desposarse, le contó que, nada más y nada menos, estaba embarazada y sería madre del primero de entre todos los hombres?

Una mirada al presente

Seguramente, el Papa quiere que tengamos muy presente lo que ocurrió hace dos milenios. Pero este año santo también tiene la intención de que nos fijemos en los san José de hoy, aquellos que, llenos de amor por quienes no estaban sobrados de oportunidades, los abrazaron hasta el extremo de convertirse en sus padres. Y, por qué no, aunque fueran sacerdotes…

En 2002, el párroco de la localidad segoviana de El Espinar, Valentín Bravo, saltó a la palestra mediática cuando varios diarios nacionales difundieron una noticia que sorprendió a muchos: se había convertido en el primer sacerdote en adoptar a un hijo. Visto con la perspectiva de las dos décadas transcurridas desde entonces, resulta ilustrativo retroceder algo más en el tiempo para conocer la intrahistoria que llevó a que este cura y Aleksey, a quien todos llaman Alosa, se convirtieran en padre e hijo.

Afectados por el desastre de Chernóbil

“Todo comenzó –recuerda Valentín– en 1998, cuando promoví con varias familias de la parroquia que trajéramos en verano a decenas de niños de Bielorrusia que estaban afectados por el desastre nuclear de Chernóbil, pues aquí podrían disfrutar del aire puro y de un ambiente cálido y cariñoso. Lo hacíamos cada año, llegando a venir algunas vacaciones hasta 75 chavales. Tuvimos que dejarlo en 2010, cuando la mayoría de los chicos eran mayores de edad y ya no podían venir. Nos dio mucha pena, pues fue una experiencia maravillosa para todos y hubo una fuerte implicación de la gente”.

El compromiso fue tal que, en uno de los primeros viajes, “hasta se animaron a venir conmigo algunas de las personas de la parroquia. ¡Fuimos en autobús hasta Bielorrusia! Fue muy bueno, pues, además de recoger directamente a los chicos en su casa para traerlos hasta aquí, pudimos conocer a sus familias y hacernos una idea de sus condiciones de vida. Cada vez que acometo alguna experiencia de este tipo, me gusta ver antes la realidad local con mis propios ojos. De hecho, antes de empezar todo, yo ya había estado en Minsk, la capital, y en varias ciudades del país, lo que me sirvió para conocer muchos orfanatos, donde la situación de los niños era realmente complicada”.

Un caso complicado

Con todo, en el año 2000 ocurrió algo que cambió la vida del sacerdote: “El tercer año, una asociación local nos informó de la difícil situación de un niño de seis años que tenía graves problemas de salud y que, tras varias experiencias en orfanatos, vivía con un matrimonio muy mayor. Para que pudiera venir con el resto del grupo, propuse encargarme yo de él. Fue así como conocí a Alosa. Ese verano venía conmigo a todos los lados y, al visitar a mi familia en el pueblo, fue la primera vez que se refirió a mí como ‘mi padre’. Entonces, además de la emoción, se me abrieron los ojos y supe que, de tener una oportunidad de salir adelante, tenía que ser aquí. Conocía muy bien la realidad de los orfanatos bielorrusos y veía como, al salir de ellos tras cumplir los 18 años, la mayoría de las chicas acababan en la prostitución y, entre los chicos, a bastantes les esperaban la droga o el suicidio”.

Así que, de pronto, se vio iniciando un largo proceso burocrático para conseguir ser su padre legal, lo que le llevaría dos años, pues no ayudó el que no hubiera relaciones diplomáticas entre España y Bielorrusia. Además, en primer lugar, tuvo que obtener el permiso de su superior: “Hablé con el que entonces era nuestro obispo, Luis Gutiérrez, quien respetó mi decisión y confió en mí cuando le dije que no podía dejar solo a Alosa”.

Varias operaciones

Finalmente, en abril de 2002, obtuvo su custodia y el sacerdote se convertía en padre de un chico de ocho años. Comenzaba así oficialmente una historia de amor incondicional que, como en todas las familias, no estaba exenta de dificultades, padeciendo Alosa esos años numerosas intervenciones quirúrgicas y tratando de adaptarse a nuestro sistema educativo, para lo que contó con la fuerte implicación de varios profesores.

Fueron pasando los años y Alosa creció. Además, en 2018 afrontaron un gran cambio en su vida, cuando Valentín  dejó de ser párroco en El Espinar y se vinieron a vivir a Madrid, implicándose ambos con el padre Ángel en Mensajeros de la Paz y en la parroquia de San Antón. “Alosa –detalla el sacerdote–, quien siempre me acompañaba y ayudaba en lo que hiciera falta, pasó a encargarse de un proyecto de atención para personas sin hogar. Ahora, con la pandemia, este se ha visto afectado y está en un ERTE, pero sigue acudiendo a diario a San Antón a colaborar en todo lo que pueda”.

Nati, su madre

Con todo, Valentín destaca cómo su hijo y él no han estado solos en este caminar, ampliando su condición de familia: “En mi parroquia, esta situación tan especial fue aceptada con gran naturalidad por todos y, de hecho, varios matrimonios se volcaron con nosotros para apoyarnos en lo que íbamos necesitando. En este sentido, quiero destacar especialmente a Nati, casada con Juan Manuel. Ella y sus hijos, María y Juan Manuel, son para Alosa como su madre y sus hermanos; de hecho, él los llama así… Los propios María y Juan Manuel están casados y son padres. Sus hijos le llaman siempre el ‘tío Alosa’. Todos ellos han sido claves, pues, al fin y al cabo, yo no estaba preparado para algo así y todo apoyo ha sido una bendición. Y es que, como padre, tanto en la adolescencia como en otros momentos, hay días y noches en las que se sufre mucho por no comprender a tu hijo. Y lloras, claro…”.

Echando la vista atrás a cuando le conoció en el año 2000, Valentín reconoce que, “evidentemente, tras consagrarme sacerdote, jamás pensé que viviría esta experiencia. No entraba en mis planes ser padre, pero Dios nos los cambia y nos hace ver que los suyos son más importantes que cualquiera de los que pudiésemos tener en mente. Él me puso en medio a Alosa y yo lo acepté con todo el amor del mundo. No siempre haré las cosas bien, pero me hace feliz saber que aquí tiene una vida por delante, algo que no ocurría en su país”.

Le ha enriquecido como sacerdote

En un día a día en el que “ambos nos aportamos cosas el uno al otro, él me regala su alegría y su bondad. En absoluto me ha limitado en el ejercicio de mi sacerdocio. Al revés, me ha enriquecido muchísimo. Ahora, cuando estoy ante unos padres o unos jóvenes, les entiendo mucho más y les siento más cercanos. Sin duda, soy mejor cura gracias a mi hijo”.

Por su parte, Alosa, quien aún tiene “algunos recuerdos de antes de venir a España, con seis años y medio”, asociados a un tiempo de “sufrimiento”, destaca la oportunidad de haber podido abrazar una vida muy distinta de que la que seguramente hubiera tenido de no haber conocido a Valentín: “De todo, me quedo con el cariño; el suyo y el de quienes nos rodean. En El Espinar me quiere todo el mundo. Sin olvidar que ahí tengo también a Nati, quien para mí es mi madre… Así que sí, puedo decir que tengo un padre, que es cura, y una madre, quien a su vez lo es de los que son mis hermanos”.

Adaptación mutua

Un caudal de vida que ha requerido muchas veces de “una adaptación mutua, tanto por parte de Valentín como por la mía”. Así, por ejemplo, “cuando él tenía que salir de casa para celebrar la misa, un entierro o lo que fuera, yo entendía perfectamente que era su trabajo. Además, al quite siempre estaba Nati”.

A nivel de fe, Alosa agradece también “la experiencia bonita por la que aquí me han enseñado a ser creyente. Algo en lo que ha sido esencial el ejemplo de mi padre, pues comprobaba en su testimonio que lo que decía se correspondía completamente con lo que hacía cuando nadie le veía. Yo he tenido la oportunidad de aprender mucho con ese ejemplo, a todas horas, en la intimidad del hogar”.

Foto: Jesús G. Feria

Lea más:
Noticias relacionadas
Compartir