Joachim Ntahondereye: “Como refugiado que fui, estoy en deuda con ellos”

  • El actual presidente de la Conferencia Episcopal de Burundi permaneció ocho años en Tanzania
  • Cuenta a Vida Nueva cómo “un ángel enviado por Dios” le abrió “la puerta del futuro” cuando estaba “al borde de la desesperación”
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Joachim Ntahondereye, presidente de la Conferencia Episcopal de Burundi

La historia de aquel joven refugiado de 19 años que décadas después llegaría a pastorear la Iglesia de su país bien merece hoy ser contada desde el principio. Joachim Ntahondereye recuerda con cariño y cierto tono nostálgico que nació un 8 de mayo de 1953 en el seno de una familia “muy pobre” de agricultores burundeses que apenas tenían para comer cultivando patatas.

Sexto de siete hermanos (cuatro hombres y tres mujeres), él fue el único hijo que acabó la escuela primaria y secundaria, antes de ir al seminario y a la universidad. Circunstancia por la que se siente “el privilegiado de la familia”, pero que no ha dejado de interpelarle en todo momento: “¿Por qué yo pude estudiar y mis otros hermanos no?”, se sigue preguntando.

Había cumplido ocho años cuando, por primera vez, “tomé conciencia de mi nacionalidad”, de que había venido al mundo en un país herido por las divisiones y la violencia. En octubre de 1961, era tan solo un niño, pero el asesinato del príncipe Louis Rwagasore, héroe de la independencia nacional, le hizo caer en la cuenta de la situación de su patria, y “empecé a tener miedo por mi futuro”, narra a Vida Nueva, durante su paso por Madrid donde ha mantenido, entre otros, un encuentro en la sede de Manos Unidas con el veterano misionero Germán Arconada. (…)

Un muro en su vida

En medio de ese ambiente de guerra, ante la hostilidad de “miradas acusadoras cargadas de sospecha” que se clavan sobre él y otros 18 seminaristas hutus, se ve obligado a marchar al exilio como refugiado para “ponerme a salvo de la amenaza de muerte que sentía que pesaba sobre mí”.

“Me vi forzado a renunciar a mi vida, a no poder proseguir con mi formación y a huir a un país como Tanzania que no había conocido nunca”, relata. “Es como si me hubiesen construido delante un muro obstruyendo el discurrir de mi vida”, describe gráficamente.

Partió “con la esperanza de volver a Burundi, pero sin saber exactamente cuándo ni cómo sería posible”, lo cual le producía un gran desasosiego. Cuando es acogido por la policía tanzana, a la espera de su ingreso en el campo de refugiados de Tabora, un sencillo banco de madera le servirá como lecho durante seis días. “Me vi lanzado a un túnel donde no veía la salida. La soledad, el haber dejado atrás a mis padres, a mis hermanos y hermanas, el no encontrar allí a nadie conocido… me llevó al borde de la desesperación”, recuerda con tristeza.

Hasta que, justo en esos duros momentos, aparece en su vida Jean-Berchmans Nterere, un sacerdote que “fue para mí una luz, como un ángel enviado por Dios para abrir de nuevo la puerta del futuro de mi vida”.

Cristo presente en el sufrimiento

“Él fue quien me ayudó a descubrir la presencia de Jesucristo en la realidad concreta de mi vida –explica el actual presidente del Episcopado burundés–; yo procedía de una familia católica practicante, había estado en el seminario, donde rezaba cada día, pero fue en el campo de refugiados donde descubrí y experimenté la presencia viva de Jesús en mi vida. Gracias a este sacerdote, tomé conciencia de que Dios estaba presente en ese sufrimiento, algo que probablemente no hubiera descubierto en otro lugar más que en aquel campo. Y fue un consuelo para mí conocer a este otro Dios”. (…)

Hoy, aunque aquella situación vivida la tiene muy presente, no se considera ya un refugiado, pero sí siente que tiene “una deuda hacia los refugiados”. “Es una deuda de amor –aclara–, siento que debo hacer algo por quienes hoy viven en esas condiciones que yo viví”.



Mucho más, si cabe, como pastor que ha pasado por el mismo trance, entiende que debe ser especialmente “sensible con los sufrimientos de quien se ve obligado a abandonar su país y a vivir en el extranjero, sin disfrutar de todas las libertades y derechos civiles, porque ser refugiado es una especie de muerte cívica”, se lamenta. (…)

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