La revolución de las diaconisas

afondo

Es parte de un proceso impulsado por el Espíritu de Dios, como todo lo sucedido en los 20 siglos de historia de la Iglesia.
La vuelta a la institución de las diaconisas, como el regreso a la pobreza, a la misericordia y la ternura, a la fraternidad y al no poder, es otra forma de redescubrir el Evangelio.

Una comisión integrada por seis mujeres y seis hombres, laicos y religiosos, todos ellos de larga tradición académica, fue convocada por el papa Francisco para estudiar el restablecimiento de las diaconisas en la Iglesia.
Francisco había manifestado su intención de crear esa comisión el pasado doce de mayo ante la Unión Internacional de Superioras Religiosas en respuesta a una pregunta sobre el papel de las mujeres en la vida de la Iglesia. Entonces se habló sobre la posibilidad de volver a la institución de las diaconisas para administrar los sacramentos del bautismo y del matrimonio. Pero la creación de esta comisión se está viendo como un paso hacia la adopción del sacerdocio para las mujeres, como ya sucede en la Iglesia Anglicana con sus mujeres sacerdotisas y obispas.
Sin embargo, el solo pensamiento de que una mujer pueda ser consagrada como sacerdotisa tropieza con una militante repulsa dentro de la jerarquía eclesiástica católica.

El rechazo

Las voces y documentos en contra parecen levantar un muro de rechazo, al parecer infranqueable. Refiriéndose a la ordenación de mujeres en la Iglesia Anglicana, Pablo VI le escribió al arzobispo de Cantorbery en 1975: “es inadmisible ordenar mujeres para el sacerdocio”; “excluirlas está en armonía con el plan de Dios para su Iglesia”. Juan Pablo II en tres documentos, aunque reconoció el aporte de las mujeres a lo largo de la historia de la Iglesia, declaró la exclusión de las mujeres del sacerdocio. La Congregación para la Doctrina de la Fe, entonces regida por el teólogo alemán Joseph Ratzinger, después Benedicto XVI, publicó una respuesta de esa Congregación y señaló: “la declaración del Papa, en definitiva, es infalible porque las palabras del Papa se refieren a una doctrina de suyo infalible”.
La lectura de documentos, declaraciones, cartas y estudios teológicos deja sobre el escritorio del investigador estas razones para el rechazo:
a) Cristo escogió a sus apóstoles solo entre varones.
b) Ha sido práctica constante de la Iglesia ordenar sólo a varones, siguiendo el ejemplo de Cristo.
c) Esta exclusión está en armonía con el plan de Dios para su Iglesia.
d) Ni siquiera María, la madre de Jesús, fue llamada a hacer parte del colegio apostólico.
Con razones como estas, la exclusión de la mujer ha sido calificada como “designio eterno de Dios”, que dijo Juan Pablo II; “imposición que mana del carácter del ser masculino y femenino”, que fue la expresión de Pablo VI, y en su Carta a las Mujeres, escribió Juan Pablo II: “esa prohibición es fidelidad al ejemplo del Señor, y está ligada al plan divino de la Creación”.
Y así habrían quedado las cosas si los teólogos no hubieran emprendido su tarea de siempre: pensar y repensar la doctrina.

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La visión de los teólogos

Todo comenzó con preguntas: y las mujeres, ¿por qué no?
La teóloga colombiana Isabel Corpas se apoya en el teólogo de origen holandés Edward Schillebeeckx para preguntar cuánto hay de cultural y cuánto es contenido de fe en esa posición. Piensa, en efecto, que en la decisión de Jesús pudo pesar un contexto cultural claramente antifeminista, del que hace parte aquella oración judía: “Bendito sea Dios que no me ha hecho nacer esclavo, y que no me ha hecho nacer mujer”. Era el sentir del historiador Flavio Josefo: “la mujer, dice la ley, es inferior al hombre en todo, por tanto, debe obedecer, no para ser violentada sino para ser mandada, pues es al hombre a quien Dios ha dado el poder” (Citado por Corpas en Juan Pablo II leído con ojos de mujer. Editorial buenaventuriana. Bogotá, 2007, pg. 257). Si era este el pensamiento imperante, Jesús, que fue semejante en todo, menos en el pecado, ¿obedeció a la cultura imperante al excluir a la mujer?
Los teólogos, sin embargo, fundados en los escrituristas señalan que, a pesar de esa presión cultural, Jesús tuvo un trato con las mujeres que no era el acostumbrado en su tiempo ni en su sociedad: las aceptó entre sus discípulos, habló largamente con ellas; fue el caso, que extrañó a los discípulos, de la conversación junto al pozo de Jacob, con una mujer samaritana que, por ser mujer y ser samaritana, tenía una doble condición de exclusión; se dirigió a las mujeres desde su condición de condenado a muerte y, señalan los evangelistas, las mujeres fueron las primeras en atestiguar su resurrección (Cf Corpas 246).
Jesús no las excluyó, no hizo caso de las leyes excluyentes, actitud tanto más evidente en el episodio de la mujer adúltera, un claro cuestionamiento de la discriminación contra la mujer, que se apoyaba en la ley. Este ejemplo fue seguido por la Iglesia primitiva en la que se tuvo como principio fundamental el que proclamó san Pablo: “En la vida cristiana ni el hombre existe sin la mujer, ni la mujer sin el hombre”, según se lee en la carta a la iglesia de Corinto; y dirigiéndose a los gálatas: “ya no importa ser judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer, porque unidos a Cristo Jesús todos ustedes son uno solo”.
El imperativo cultural que había presidido la elección de doce varones y ni una sola mujer, ha desaparecido: “ya no hay hombre o mujer”.

Isabel Corpas de Posada, teóloga colombiana

Isabel Corpas de Posada, teóloga colombiana

A pesar de todo, tanto judíos, romanos, griegos, bárbaros, los de la edad media o los modernos se guían por regímenes patriarcales, observa la teóloga Corpas: “la presencia de la mujer está reducida al ámbito de la familia, mientras los hombres se mueven en los espacios de la organización social y política” (Corpas 258).
Otra teóloga, Phyllis Zagano, profesora en la Universidad Hofstra de Nueva York, es una de los doce comisionados por el Papa para la recuperación del diaconado femenino. Entrevistada por The New York Times deja ver los argumentos que se escucharán en el seno de la Comisión.
Una de las razones que tradicionalmente se han alegado para negar el sacerdocio a las mujeres es este: la mujer no podría actuar en la Eucaristía haciendo las veces de Cristo (in persona Christi), ya que desaparecería esa “semejanza natural” que solo puede dar el varón y, de ningún modo, la mujer.
La dificultad se aumenta cuando, utilizando una metáfora, se compara la relación de Cristo con la Iglesia con la del esposo con su esposa. Según Juan Pablo II, “Cristo ha confiado solamente a los varones la tarea de ser icono de su rostro de esposo de la Iglesia” (Carta a las mujeres, 11).
La teóloga Zagano lee ese texto como una interpretación excluyente y argumenta ex absurdo. Refiriéndose a la mujer, dice “si no puede identificarse con Cristo implica que una parte de la naturaleza humana no fue redimida”.
El cardenal arzobispo de Maguncia, Karl Lehmann, que apoya con entusiasmo la recuperación del diaconado de las mujeres y pide la ordenación de hombres casados, no ve posible el sacerdocio femenino por razones como esta de que para actuar en la persona de Cristo tenga que darse la semejanza natural que la condición de varón da al género masculino y no a las mujeres.
¿Tuvieron esa dificultad de interpretación los primeros cristianos, evangelizados por san Pablo, con aquella rampante afirmación: “ya no hay hombre ni mujer, porque sois uno en Cristo”?

Los primeros tiempos

Los historiadores de los primeros tiempos del cristianismo registran el hecho: en Pentecostés, esa jornada luminosa de los comienzos, “unas 3.000 almas recibieron el bautismo. Poco tiempo después eran entre 10.000 a 15.000 en una Jerusalén que entonces tenía 50.000 habitantes” (Ver Ludwig Hertling: Historia de la Iglesia. Barcelona: Herder, 1961).
Aparecieron entonces los diáconos, siete jóvenes a quienes impusieron las manos y que cumplieron estas tareas: el servicio de los pobres, la predicación y la catequesis. En el siglo II se mantenía la importancia del diácono, destacada en una de sus cartas por san Ignacio de Antioquía, quien, como obispo, evangeliza asistido por presbíteros y diáconos, todos varones, según la tradición cultural patriarcal. ¿Y las mujeres?

Phyllis Zagano, una de las integrantes de la comisión de estudio sobre el diaconado femenino

Phyllis Zagano, una de las integrantes de la comisión de estudio sobre el diaconado femenino

Se las descubre en el desarrollo de la actividad que la Iglesia primitiva privilegió desde sus primeros días: el servicio de los pobres. En esos tiempos ese cuidado no se prestaba privadamente sino por las manos del obispo. Una limosna privada se entendía como una ofensa al obispo porque significaba que este descuidaba a sus pobres.
Fue, pues, el de los pobres un ministerio prioritario. Anota el historiador que en el año 251 la iglesia romana tenía matriculados 1.500 pobres de los que, decía el papa Cornelio, eran atendidos todos porque eran suficientes los recursos. Eran tiempos de persecución y, a pesar de todo, dispusieron del equivalente a 25.000 dólares para los pobres. Fue, entonces, cuando aparecieron las diaconisas, mujeres viudas que hacían trabajos menores en las iglesias y ayudaban en las obras de beneficencia. Estas mujeres comenzaron como el brazo caritativo de la Iglesia.
El historiador Michel Meslin rescata de las actas del Concilio de Orange, del año 441, la profesión de la viudez, que hacían las viudas que se encargaban de la preparación para el bautismo, de cuidar a los enfermos, de servir a los pobres y se dedicaban a la oración por la comunidad (Ver Instituciones eclesiásticas y clericalización en la historia antigua. En Concilium 47, Madrid, 1969, pág. 47).
En las iglesias orientales la diaconía cumplía, además, algunas tareas en el bautismo de mujeres, que se hacía por inmersión; su actuación en la ceremonia mantenía el decoro (Meslin 47).
Las diaconisas pertenecían al clero local, antes de que se produjera su eclipse. Observa la teóloga Corpas: “durante dos mil años el mundo de la Iglesia fue un mundo pensado por los hombres y para los hombres y excluyó a las mujeres considerándolas inferiores y enemigas peligrosas, como Eva” (Corpas 262).
Es esta la historia que deberán revisar los doce miembros de la comisión creada por el papa Francisco.

Los contextos

Bola-De-Neve-FRGEn la edad media corrió el riesgo de ser quemada en la hoguera Matilde de Magdeburgo, al escribir sobre el aspecto femenino de Dios y sobre la corrupción del clero. Fue, así, precursora lejana del discurso del papa Francisco sobre la ternura y la misericordia, esas dimensiones femeninas de la Iglesia.
En una institución patriarcal como la Iglesia que recibió el papa Francisco se hablaba con más frecuencia de justicia que de misericordia, los sacerdotes preferían actuar como jueces y no como padres, predominaba la severidad del confesor sobre la cercanía del hermano. Hizo contraste Francisco al revelar el rostro femenino de Dios y de la Iglesia, así dejó atrás la imagen del Dios severo y en plan de irreductible justiciero. De sus discursos emerge un Dios que es padre-madre y ha contribuido a poner en tela de juicio la vigencia de lo patriarcal.
Este es el primer contexto en que se moverá la reflexión de la nueva comisión para las diaconisas.
Se relaciona estrechamente con otro sorprendente contexto. Uno de los gestos que dejaron al descubierto el talante del papa Francisco se reveló en el viaje de regreso de Lesbos acompañado por doce migrantes musulmanes a los que hospedó y cuidó a su llegada a Roma. Después repetiría ese gesto y en las dos ocasiones nadie tuvo que sorprenderse porque esa preferencia por los pobres es la marca de identidad de su pontificado. Que fue la misma de la Iglesia primitiva, cuando la tarea encomendada a las diaconisas de aquellos años fue el cuidado de los pobres.
Los pobres han sido los preferidos, llámense migrantes, habitantes de la periferia, desplazados, desechables. Para él estos, mirados como últimos, son los primeros y atenderlos es la tarea prioritaria de la Iglesia. Las diaconisas de hoy, como las de ayer, tendrán bajo su responsabilidad la principal tarea de la Iglesia según Francisco. Equivale esto a una ruptura cultural múltiple: los que habitualmente se miran como desecho de la sociedad, elevados a la categoría de objeto principal y la mujer, rezagada en tareas secundarias, ejecutora del más importante servicio de la Iglesia.
Agréguele usted un tercer contexto: la acción renovadora de Francisco puede definirse como una tarea de desmantelamiento de las estructuras de poder, vistas como fuentes de corrupción. Con una lógica propia del Evangelio, los demonios del poder se exorcizan cuando el poder se transmuta en servicio. A través de la historia, el patriarca, el varón, ha concentrado el poder, la mujer se ha identificado con el servicio.
Otra consideración de la Comisión tendrá que ver con el futuro de la Iglesia, tal como se vislumbra a partir de la incorporación de las mujeres, primero a las tareas diaconales y, después, a la acción sacerdotal. Este cambio ya se califica como un salto cualitativo gigantesco, por varias razones:
hispanismoa) Significará una ruptura con uno de los rezagos de la vieja cultura que mantiene como principio inviolable la inferioridad y subordinación de la mujer. Hoy se proclama, en teoría, y como un gran adelanto, la recuperada igualdad de hombres y mujeres y se pueden publicar listas de mujeres destacadas, que solo demuestran su excepcionalidad, no la vigencia de una actitud consolidada. En la práctica se les paga menos, se les asignan funciones en el hogar y en la vida laboral, que se consideran inferiores de modo que, dígase lo que se diga, la mujer permanece unos peldaños abajo en la escala social. Así como en el ADN de esa expresión cultural se descubre un componente religioso, el cambio de esa visión en la Iglesia impulsará un cambio cultural en el mundo.
b) También romperá el dominio de tradiciones y costumbres en el interior de la Iglesia, que no son parte esencial del anuncio evangélico y que forzará actitudes nuevas inspiradas en la vigencia de lo esencial. Lo accidental, accesorio e históricamente coyuntural, se entenderá como realidad subalterna.
c) La llegada de la mujer al sacerdocio subrayará en la teoría y en la práctica el discurso del Papa, calcado del Evangelio, de la prioridad del servicio sobre el poder. La Iglesia servidora de la humanidad prevalecerá definitivamente sobre la Iglesia poderosa.
d) Con la mujer sacerdote se abrirán puertas que hasta ahora han permanecido cerradas tanto en la pastoral como en la renovación interna de las instituciones eclesiales.
La llegada de las diaconisas no permite esperar la de las mujeres sacerdotes, como paso siguiente. El Papa se ha referido al tema con cautela. Pero sí es un avance hacia el reconocimiento de los derechos plenos de la mujer en la Iglesia que, dado el dinamismo de la Iglesia de hoy, tendrá que llegar.

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