Francisco a la mafia: “¡La corrupción apesta!”

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La escena simpática: un grupo de consagradas “asalta” al Papa

En Nápoles, el Papa ejerce más que nunca de pastor “con olor a oveja”

Veni, vidi, vici (vine, vi, vencí). La frase de Julio César puede aplicarse a la visita de Francisco a Nápoles el sábado 21 de marzo. En doce horas, el Santo Padre se “metió en el bolsillo” a una ciudad bellísima, pero a la que las circunstancias sociales y económicas han convertido en la capital de innumerables violencias, tráficos ilícitos y criminalidad organizada.

A las siete de la mañana, despegaba del Vaticano el helicóptero que, una hora después, depositaba a Bergoglio en una explanada cercana al santuario de Pompeya. En el templo –que recibe al año a más de cinco millones de peregrinos–, el Papa se postró ante la imagen de la Virgen del Rosario, encomendando a la Madonna la difícil visita. Siempre en helicóptero, Francisco llegó al barrio de Scampia, en plena periferia de Nápoles. Para que el lector se haga una idea de la realidad de este suburbio, baste decir que la policía raras veces se aventura a entrar en él y, cuando lo hace, utiliza toda su parafernalia militar. Con casi el 60% de desempleo, aquí se enfrentan los más poderosos clanes de la camorra para controlar el tráfico de estupefacientes en el mayor supermercado de la droga de toda Europa. Es el escenario descrito por Roberto Saviano en Gomorra.

En papamóvil, Francisco hizo su entrada en la plaza Juan Pablo II, en realidad un descampado al pie de las “velas” (unos edificios blancos de considerable altura donde se esconden y operan los camorristas de todo pelo y condición, entremezclados con gentes honestas pero resignadas a su sino). Fue acogido con entusiasmo mientras recorría el trayecto que le conducía a la plataforma donde le esperaban las autoridades: el cardenal Crescenzio Sepe, arzobispo de Nápoles, y el alcalde, Luigi de Magistris, que le entregó las llaves de la ciudad. Antes de que comenzara a hablar el Papa, un tropel de niños, rompiendo los cordones policiales, se arremolinó en torno a él. Luego, pudieron saludarle una emigrante filipina, un trabajador desempleado y un magistrado, que reflejaron los crueles problemas de la región. Bergoglio tomó después la palabra y se lanzó a proclamar un discurso improvisado pero explosivo, por su severidad y rigor. Sobre los emigrantes y sin techo, negó que sean “seres humanos de segunda clase”: “Son, como nosotros, hijos de Dios; son, como nosotros, emigrantes, porque todos somos emigrantes hacia otra patria a la que ojalá lleguemos todos. Todos somos emigrantes, todos estamos en camino”. 

La plaza del Plebiscito, engalanada con imágenes de santos napolitanos, acogió la misa

La plaza del Plebiscito, engalanada con imágenes de santos napolitanos, acogió la misa

Al trabajador, le respondió afirmando que el desempleo “es una responsabilidad no solo de la ciudad, no solo del país, sino de todo el mundo. (…) El problema no es comer, el problema más grave es no tener la posibilidad de llevar el pan a casa, de ganarlo. Y cuando uno no se gana el pan, pierde su dignidad. La falta de trabajo nos roba la dignidad”. También arremetió contra el trabajo abusivo, que es “esclavitud; es explotación, no es humano, no es cristiano. Y si quien hace esto se llama cristiano, es un mentiroso”. Pero fue sobre la corrupción cuando sus palabras fueron dardos: “La corrupción es una tentación, es un deslizarse hacia los negocios fáciles, hacia la delincuencia, hacia los delitos, hacia la explotación de las personas. ¡Cuánta corrupción hay en el mundo! Es una palabra fea porque, si lo pensamos un poco, una cosa corrupta es una cosa sucia. Si nos encontramos un animal muerto que se está corrompiendo, que esta ‘corrupto’, es algo feo y apesta. ¡La corrupción apesta! ¡La sociedad corrupta apesta! ¡Un cristiano que deja que le invada la corrupción no es cristiano, apesta!”. Terminó deseando a los napolitanos que “tengan la valentía de llevar adelante la esperanza (…), de seguir por el camino del bien, no por el del mal, de andar acogiendo a todos los que vengan a Nápoles desde cualquier país; que todos sean napolitanos, que hablen napolitano, que es una lengua dulce y muy bella”. Al despedirse, utilizó esta expresión en el dialecto local: “A Maronna v’accompagne” (que la Virgen os acompañe).

Desde Scampia, en coche, el Papa se dirigió al centro de la ciudad, a la plaza del Plebiscito, donde celebró la Eucaristía ante miles de fieles abarrotados bajo un sol radiante. El centro de su homilía fue este párrafo, que trascribimos íntegramente. “¡Napolitanos! No cedáis a los halagos de las ganancias fáciles o de las rentas deshonestas; esto es pan para hoy y hambre para mañana. Reaccionad con firmeza a las organizaciones que explotan y corrompen a los jóvenes, a los pobres, a los débiles con el cínico comercio de la droga u otros crímenes. ¡No os dejéis robar la esperanza! No dejéis que vuestra juventud sea explotada por esas gentes. Que la corrupción y la delincuencia no desfiguren el rostro de esta bella ciudad. Y más aún, que no desfiguren la alegría de vuestro corazón napolitano”.

O’BRIEN por Antonio Pelayo

Es muy excepcional que dos cardenales se apelliden igual, pero así es, hay dos O’Brien; uno es el gran maestre de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro y el otro fue, hasta febrero de 2013, arzobispo de Edimburgo. Tuvo que dimitir por delitos de acoso sexual a sacerdotes y renunció a participar en el cónclave que eligió a Bergoglio. Ahora, el decano del colegio cardenalicio, Angelo Sodano, ha anunciado que ha “renunciado” (¿eufemismo a la vista?) a los “derechos y prerrogativas del cardenalato”. La nota añade que la decisión ha sido fruto de “un largo itinerario de oración”; largo desde luego, puesto que ha durado dos años.

 

“Convertíos al amor”

Después, con el rostro y la voz graves, hizo este llamamiento: “A los criminales y a todos sus cómplices, hoy yo, humildemente, como hermano, repito: convertíos al amor y a la justicia. Dejaos encontrar por la misericordia de Dios. Sabed que Jesús os está buscando para abrazaros, para besaros, para amaros más. Con la gracia de Dios, que perdona todo y perdona siempre, es posible volver a una vida honesta. Os lo piden también las lágrimas de las madres de Nápoles… Que esas lágrimas ablanden la dureza de los corazones y reconduzcan a todos al camino del bien”. Otro momento intenso de esta visita fue el que el Papa pasó con los presos de la cárcel de Poggioreale. En la iglesia de la prisión, comió con un centenar de detenidos, entre los que se encontraban algunos transexuales. Ninguno daba crédito cuando escuchaban al Papa decirles: “Nunca nada, ni los barrotes de la cárcel, podrán separarnos del amor de Dios. Lo único que nos separa de Él es nuestro pecado, pero, si lo reconocemos y lo confesamos con arrepentimiento sincero, justamente ese pecado se transforma en lugar de encuentro con Él”.

Sepe le ofrece la sangre de san Jenaro

Sepe le ofrece la sangre de san Jenaro

Por la tarde, en la catedral de Nápoles, Francisco veneró la reliquia de la sangre de san Jenaro, el obispo patrón de la ciudad, que en parte se licuó ante la admiración de los presentes (el “milagro” no se había producido cuando Juan Pablo II y Benedicto XVI presenciaron idéntica ceremonia). El Papa lo comentó así: “El arzobispo ha dicho que la sangre se ha licuado a la mitad; se ve que el santo nos quiere solo la mitad. Debemos convertirnos todos un poco para que nos quiera más”. Entre los asistentes, había una veintena de monjas de clausura a las que el cardenal Sepe había autorizado a salir de sus monasterios para ver al Papa. No solo lo vieron, sino que, en un momento, lo asaltaron con un entusiasmo tal que desconcertó a los agentes de la seguridad. A ellas y a todos –sacerdotes, religiosos, seminaristas y seglares comprometidos–, les recomendó tres cosas imprescindibles para un apóstol: “La adoración a Dios, el amor a la Iglesia y el celo apostólico o la misionariedad”. Cuando ya comenzaba a caer la tarde, hizo una detenida visita a los enfermos que se habían concentrado en la Basílica de Jesús Nuevo y, después, se dirigió al encuentro con los jóvenes y las familias, en el paseo marítimo.

“Perdonadme si me quedo sentado–dijo respondiendo a las preguntas que le hicieron, sucesivamente, una joven, una anciana de 95 años (a la que Bergoglio le dijo: “Si usted tiene 95 años, yo soy Napoleón”) y una familia–, pero estoy verdaderamente cansado… Porque vosotros, napolitanos, me hacéis moverme”.Sus palabras fueron una catequesis sobre la familia en crisis, porque “hoy no está de moda casarse”. Luego se preguntó sobre la preparación al matrimonio, “que no es una cuestión de un curso, como si se tratara de un curso de lenguas, ‘Conviértanse en esposos en ocho lecciones’. Es otra cosa; tiene que comenzar en casa, entre los amigos, desde la juventud, desde el noviazgo; hoy, noviazgo y convivencia son casi una misma cosa; ha perdido el sagrado sentido del respeto… Yo no tengo recetas para eso, pero es importante el testimonio del amor, el testimonio de cómo resolver los problemas”.

Para despedirle, un conjunto de coros y bandas cantaron a voz en cuello O Sole mio, mientras el ocaso teñía de rosa el horizonte.

Antonio Pelayo. Roma

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