Kalusturinda y Bëscanatë: La alegría del perdón

El Carnaval del Perdón revitaliza y cohesiona a los pueblos indígenas

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Al noroccidente del departamento de Putumayo, apostado en el macizo colombiano y nutrido por extensos yacimientos de agua, se encuentra el Valle de Sibundoy. Allí, los pueblos indígenas Inga y Kamëntsä habitan en armonía, resguardando su territorio, su espiritualidad, su idiosincrasia y sus lenguas originarias: el quichua inga y el camsá. Cada año, estos pueblos amerindios celebran simultáneamente el kalusturinda y el bëscanatë, lo que en lengua española se podría traducir como, carnaval del perdón.

Gratitud y perdón

Según el taita Víctor Jacanamijoy, sinchi o sabio de la comunidad, kalusturinda significa fiesta, alegría, porque el pueblo inga “lleva la alegría en la sangre”. También guarda el sentido de profunda gratitud por el bienestar que la tierra les ofrece: “nos da agua, oxígeno, plantas medicinales, alimento, nos da la vida misma”, comenta el taita. Además de alegría y gratitud, el kalusturinda es un momento de encuentro, pues a pesar del desplazamiento que han sufrido, cada año retornan desde diferentes lugares del país y de América a su territorio ancestral, para compartir la danza, la música y el alimento del Día Grande o Atún Puncha. Esta celebración es un ciclo vital recíproco, que inicia con la siembra del maíz, con el tejido de los sayos y con la construcción de instrumentos y versos que nueve meses después serán la chicha, el color de la vida, la música ritual y la palabra bonita para toda la comunidad.

La fiesta del kalusturinda inicia el viernes anterior al Miércoles de ceniza con una peregrinación que va de casa en casa, hasta que se forman grandes procesiones que visitan a familiares y amigos pidiendo perdón a los mayores de cada hogar y diciendo divichidu, que significa “préstame tu carnaval”, “préstame tu música”, y que también implica, cuenta el taita Víctor, “la obligación de celebrar y de retornar la alegría a aquellos que la han brindado”. En medio de la procesión, se entregan flores o tugtu a los abuelos de cada familia para simbolizar el respeto y revitalizar la armonía entre familias. El martes es el día principal y en él se celebra una eucaristía. Se llevan ofrendas de alimentos, flores y semillas al templo católico y se pide perdón públicamente. Como acto de limpieza y de expiación, se ortigan mutuamente en medio del juego, hasta llegar a la plaza central y allí asistir al sacrificio de un gallo, que significa para el pueblo, entre otras cosas, el sufrimiento que los colonizadores infligieron a los indígenas, el rechazo a la violencia y la bienvenida al perdón. Se despide el día con cantos ceremoniales que reivindican la naturaleza, mientras se invoca a la tierra, al sol, a la luna, al agua, a los árboles y mientras los abuelos guían la toma de la medicina (yagé). En un solo baile de cuerpos, de cantos humanos, del viento sonoro de las flautas, de las quenas, de los rondadores y del palpitar constante de los bombos y las semillas, se cierra alegremente un ciclo e inicia otro para el pueblo inga.

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El arte de la alegría

Cuenta la leyenda, recopilada por William Daza, que Betiyeguagua, el hijo del árbol y el origen de los kamëntsä, exigió a uno de sus nietos que fuera al Cerro de Patascoy a pedirle perdón a la Madre Tierra por los desastres que había hecho en ella. De regreso el nieto llegó con Klestrinyé, quien tuvo como misión enseñarle al pueblo las artes de la alegría: la música, la danza y los vestidos. Les ordenó que cada año celebraran el Bëscanatë. En la tumba de Klestrinyé nacieron abundantes flores de todos los colores que el pueblo usó para perdonarse y alegrarse en ese día.

A diferencia de los ingas, la comunidad katmëntsä inicia los preparativos del Día Grande el 2 de noviembre, día de los ancestros o Wukanayate, y su celebración es el lunes previo al miércoles de ceniza. Esto último, como un acuerdo entre los dos pueblos para que se puedan llevar a cabo las dos festividades sin que una actividad se sobreponga a la otra. El festejo inicia con la romería de los cabildos hacia la plaza. En una cruz, frente a la iglesia, el gobernador del cabildo, símbolo de la comunidad que escucha y perdona, va recibiendo uno a uno a quienes quieren pedir perdón por sí mismos, por las discordancias con los allegados y por desconocer el carácter sagrado de la naturaleza. Entre tanto, no cesan las danzas concéntricas, los cantos y los gritos de euforia. El poeta Hugo Jamioy dice que en el Bëscanatë habita “la alegría, la fuerza con la que se mueve la vida, la fortaleza de sentirse felices” y que allí se congregan “todos los elementos que hacen parte de la vida de la comunidad”. En los trajes que engalanan la celebración se manifiestan la cosmovisión y la historia. Según Jamioy, “el sayo refleja la vida; la corona de plumas, la jerarquía, la abundancia, el reconocimiento, la biodiversidad; la cusma, la influencia de los padres capuchinos y los colores del vestido, la relación con la chagra, la madre tierra, el río y los frutos”. Una vez terminado el ritual del perdón, el pueblo asiste a la misa en la que el sacerdote católico bendice los bastones de mando de los líderes de los diferentes cabildos y la fiesta sigue por todo el valle hasta el inicio de la cuaresma.

Actos de unidad en Bogotá

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Los ingas y kämentsäs que por razones de violencia y pobreza han migrado a la ciudad no han perdido el vínculo de pertenencia con su comunidad. En pleno centro urbano, el martes antes del Miércoles de ceniza celebran una ceremonia oficial del perdón con el taita gobernador del cabildo y con otros pueblos indígenas que se suman a esta festividad. En la misa que se celebra, también se hacen ofrendas florales, de agua y de maíz. Una vez se culmina el rito católico, ataviados con sus trajes tradicionales, tocan sus instrumentos, danzan y cantan a la entrada de la iglesia. Utilizan la carrera séptima como ruta de peregrinación, abriéndose paso con las flores que van lanzando. Hacen estaciones para compartir alimentos, entregar flores a los mayores de cada comunidad representada y tomar chicha. Visitan los lugares que son referentes de autoridad local o nacional y al retornar a su cabildo, sacrifican un gallo. Finalmente, se dirigen a la casa de la cultura donde cierran su ceremonia con una danza. Aunque son muchos los kilómetros que los separan de su territorio ancestral y a pesar de la violencia que los ha intentado separar de sus tradiciones, ingas y kämentsäs en un acto de unidad sagrada, celebran, perdonan y se fortalecen a través de la alegría.

En un país que busca desesperadamente salidas al conflicto armado, volver la mirada a las tradiciones ancestrales quizás permita dilucidar otros caminos para llegar al perdón, a la paz, a la alegría.

Biviana García

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