Tacloban recupera la esperanza

papa Francisco en Filipinas en la ciudad de Tacloban devastada por el tifón Haiyan
papa Francisco en Filipinas en la ciudad de Tacloban devastada por el tifón Haiyan

Visita del Papa a la ciudad de Tacloban

ÁLVARO DE JUANA, enviado especial a MANILA | Le denominaron Haiyan, aunque en Filipinas se le conoce sobre todo como Yolanda. El tifón más letal de la historia hizo estragos aquí del 3 al 11 de noviembre de 2013. Mató a más de 10.000 personas en todo el archipiélago e hirió a otras tantas. Fue, sin duda, una de las mayores catástrofes naturales jamás conocida. La zona más afectada fue la localidad de Tacloban, en la provincia de Leyte, a la cual acudió el papa Francisco el pasado sábado 17 para presidir una misa con miles de víctimas de la terrible catástrofe.

Además de asestar un duro golpe al país, Yolanda fue para muchos una palabra de Dios. Algo difícil de entender sin la fe.

Rezar bajo el tifón

Kenton Conson tiene 25 años y es el segundo de cuatro hermanos. Durante algunos años trabajó como experto de Sistemas en el Gobierno de Filipinas. Aquella semana de noviembre de 2013 le cambió la vida: tras la catástrofe, decidió entrar en el seminario. “En esa época –cuenta a Vida Nueva– era misionero y me encontraba ya de vacaciones en mi casa para celebrar la Navidad. Nunca esperábamos que el tifón nos fuera a afectar. Las noticias decían que el fenómeno no sería tan fuerte y en nuestra zona ni siquiera llovía, así que al final solo esperábamos que fuese una tormenta como tantas otras”.

Kenton Conson, superviviente del tifón Haiyan en Filipinas

Kenton Conson

Nada más lejos de la realidad: “En el momento en que llegó el tifón, mi madre, mi hermano más joven y yo nos encontrábamos rezando, como cada domingo, laudes en casa. Fue entonces cuando, de pronto, llegó con vientos muy fuertes y empezó a llover. La primera reacción que tuve fue gritarle a mi madre y a mi hermano: ‘¡Parad de rezar! ¡El tifón está aquí’!, porque yo solo pensaba en ese momento en salvaguardar algunos objetos, como la televisión o los teléfonos”.

No obstante, “mi madre insistía en que nosotros continuáramos con las oraciones”. De repente, “el viento arrancó el techo y salió volando. Luego se rompieron las ventanas, la televisión, los muebles, la ropa salió despedida…”.

Entonces, recuerda emocionado Kenton, “en mi corazón me pregunté con odio: ‘¿Cómo pueden rezar ahora, en medio del tifón?’. En ese momento juzgué a mi madre, porque siempre le habían preocupado las cosas materiales y, sin embargo, ahora que había que ‘salvarlas’, solo estaba preocupada de rezar”. Pese a todo, “nos escondimos como pudimos debajo de las escaleras y continuamos rezando”, dice hoy sonriente, mientras se acomoda en el sofá de la salita del Seminario Redemptoris Mater de Manila, en el que nos ha recibido.

Así es como recuerda perfectamente lo que siguió: “Yo ya no tenía paz, se me había quitado, pero de pronto supe que el Señor estaba allí, en medio de ese vendaval y ese diluvio, y me vi a mí mismo como un hombre pecador que estaba juzgando a mi madre cuando ella me estaba ayudando”. El joven matiza que la relación que tenía con su madre no era buena desde hacía tiempo y fue ahí donde se dio cuenta de que “era ella la que me estaba ayudando a soportar ese momento a través de la oración”.

Durante varios días, únicamente tuvieron para comer cuatro latas de comida, porque “la ayuda internacional que decían que iba a llegar nunca lo hacía”. Eso sí, el suceso consiguió la unión de toda su familia: “Otro hermano que trabaja en el mar y vive en Manila, y una hermana que vivía en Cebú, consiguieron llegar hasta la casa. No funcionaba la electricidad y, por tanto, tampoco el ordenador ni los teléfonos”, pero “no importaba, porque el mayor regalo fue que estuvimos en comunión. Hablábamos por la mañana en el desayuno, en el almuerzo y en la cena, algo que antes no hacíamos porque cada uno hacía lo que le daba la gana”.

Hoy, Kenton cree que “el Señor nos estaba curando las heridas, porque mis padres están separados. Pudimos hablar todos, aunque mi padre no estaba allí, porque él no vive en nuestra casa”. Desde entonces, “la relación que tengo ahora con mis hermanos es muy buena”.

El joven asegura feliz que “estas vacaciones de Navidad fueron muy especiales, ya que comprobé que el Señor no nos abandonó y nos proveía en todo momento. Vi el amor de Dios”.

Pero las sorpresas no acabaron ahí. El pasado mes de junio, Kenton participó en un encuentro vocacional del Camino Neocatecumenal y se mostró dispuesto a entrar en el seminario. Fue enviado el pasado mes de octubre al de Manila. “Estoy en el seminario porque Dios me habló a través de esta experiencia. Nunca podré olvidarla a pesar de que, seguramente, van a pasar muchos tifones por mi vida”.

Elvin Buñales, superviviente del tifón Haiyan en Filipinas

Elvin Buñales

Miedo a los rebeldes

El caso de Elvin Buñales es también estremecedor. Nació hace 28 años en Leyte y trabaja en Manila. Cuando llegó el tifón se encontraba en su puesto. “Como no había comunicación, me fui tres días después del suceso para comprobar si mi familia estaba bien. Para ello, tuve que renunciar al trabajo, porque mis jefes no me dejaban coger días libres”, dice el que fuera trabajador en un call center. “No había vuelos directos, así que mi hermana y yo fuimos a la isla de Cebú a comprar primero medicinas y algo de comida. Después fuimos a Ormock, otras de las localidades de Leyte”.

La ciudad de Elvin se encuentra en la costa. El tiempo estimado del viaje desde Ormock hasta su pueblo es solo de una hora, “pero con el tifón tardamos tres. Alquilamos una furgoneta para que nos llevara a nuestro pueblo. Sin embargo, 12 kilómetros antes de llegar, nos avisaron de que los rebeldes que viven en las montañas estaban bajando y saqueando las casas. La gente les tiene pánico, así que todos corrían y huían en coche a Ormock, de donde nosotros veníamos”.

En ese momento, “la gente nos decía que no continuásemos, que nos diésemos la vuelta porque no había militares y nos podían matar y robar la comida que habíamos comprado”. Pero “la gasolina no nos daba para regresar, por lo que solo podíamos continuar”. Fue entonces, rememora, cuando “viví el momento más importante de mi vida: comenzamos a rezar y me di cuenta de que todo lo que habíamos comprado en Cebú para llevar a mi familia no era nada, en realidad no tenía valor. Me pregunté si tenía miedo a morir y me respondí que no, porque el Señor nunca nos abandonaría. Vi en el corazón que tenía el deseo de ir a mi casa y compartir el sufrimiento que debían tener mis padres en ese momento”.

Los dos hermanos decidieron proseguir el viaje: “Solo tuvimos fe y esperanza de que el Señor nos iba a salvar la vida. Cuando llegamos a mi pueblo, nos comunicaron de manera oficial que no había rebeldes. Pero a la gente le había entrado el pánico y huían. Esto me ‘tocó’, porque vi que el sufrimiento les desesperó y que el hombre siempre cree cualquier cosa cuando hay sufrimiento”.

El panorama que se encontraron fue desolador: “Las casas habían sido totalmente destruidas y, cuando llegué a la mía, vimos que los techos de todas habían desaparecido, fueron arrancadas. Las ventanas y los cristales también”.

Durante esos días, su familia apenas tuvo qué comer: “Fue la primera vez que vi un tipo de comida que no sabía lo que era. Era como un montón de pescados pequeños, crudos, al que le teníamos que poner un poco de limón. Yo no sabía cómo comerlo porque no había arroz y, para nosotros, los filipinos, el arroz es fundamental”. A veces, para cenar, “comíamos pescado podrido. Yo lo pasaba mal, pero mi padre nos decía que teníamos que hacerlo porque esa poca comida que teníamos estaba bendecida por Dios”.

Uno de esos días, “nos llegó la noticia de que una prima había muerto con su familia en el tifón. Se habían refugiado en un hotel, pero fue arrasado. Sin embargo, paradójicamente, su casa sí que resistió. Estaba embarazada”.

Elvin relata que, al volver a Manila, fue a visitar a su tía, la madre de la prima que murió: “Me dijo que nunca volvería a Leyte porque el lugar está lleno de recuerdos tristes. Estaba a punto de volverse loca por el sufrimiento, a punto de perder la fe, porque se preguntaba: ‘¿Por qué ha pasado esto?’. Con el paso del tiempo Dios la fue ayudando y, más adelante, me dijo que sabía que Dios lo había permitido por algo”.
Un año después, Tacloban y toda Filipinas recuperan la esperanza.

En el nº 2.926 de Vida Nueva

 

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