Ernesto Moreno Gómez

“Vivir el Evangelio con alegría y sencillez  en un bus y en familia”

 

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Su jornada laboral comenzaba a las cuatro de la mañana. A esa hora encendía su bus, un Dodge de placas SAH104, que normalmente estacionaba frente al conjunto residencial donde vivía con su familia, en el municipio de Soacha (Cundinamarca). Calentaba su vehículo y se encaminaba al paradero de la Flota Blanca, a donde llegaba antes de las 5 a.m. Allí tomaba turno, desayunaba, y emprendía su primer viaje hacia las 6 o 6:30 a.m. “Durante 17 años mi ruta fue entre Compartir-Soacha y la calle 17 con carrera 10ª, en el centro de Bogotá”, comenta con afabilidad. En el día hacía tres o cuatro viajes. “Volvía a la casa un poquito cansado [suspira invocando a la Virgen], a eso de las siete u ocho de la noche. Comía, compartía con la familia y me acostaba para levantarme otra vez a las cuatro”.

No alcanzo a imaginar cuán extenuantes pudieron ser las tareas de don Ernesto Moreno Gómez conduciendo todos los días un bus urbano, durante 35 de sus 80 años de vida. “¿Nunca se aburrió de esa rutina?”, le pregunto sin pudor. Con la tranquilidad que caracteriza a los hombres sabios, se acomoda la boina antes de responderme con una sonrisa: “Todo lo contrario. Vea, para mí el trabajo siempre ha sido una bendición. Aunque era duro, me daba los ingresos para sostener mi hogar. Yo vivía feliz y encantado”.

Adriana, una de sus hijas, conserva vivo el recuerdo de su padre al regresar a casa: “Salíamos felices a su encuentro. Llegaba cargado de mercado y traía un pan delicioso para cada una, relleno de uvas, brevas, arequipe o queso”. También añade que “aunque su trabajo era muy pesado y a veces le ocurrían situaciones infortunadas –como cuando le robaban el monedero o se varaba–, se sentaba a comer como si nada hubiera ocurrido. Luego sí nos contaba y al final nos tranquilizaba diciéndonos que lo importante es que estábamos bien”.

A don Ernesto no lo inquietaban los problemas de cada día. Siempre ha sido un hombre tranquilo, honesto, trabajador, servicial, optimista y de “buena fe”. Así lo fue cuando vivía en Pacho (Cundinamarca) con sus padres (Bernabé Moreno y Josefina Gómez) y sus siete hermanos. Así continuó siendo cuando decidió trasladarse a Bogotá. Muy pronto consiguió trabajo en el taller de una joyería que era administrada por ecuatorianos.

Travesías urbanas

El arte de ser buen conductor lo aprendió en el ejército, a la edad de 19 años. “Estuve dos años allí, llegué a ser cabo segundo y aprendí a manejar todo tipo de vehículos”. Cuando se retiró, se vinculó al Ministerio de Salud Pública y después trabajó 9 años con Icollantas, hasta que un día decidió, en compañía de un amigo, comprar un bus afiliado a Transportes Santa Lucía. Fue el comienzo de su travesía en el transporte público.

A medida que voy escuchando sus anécdotas, alcanzo a vislumbrar sus facetas de ciudadano responsable, puntual, pulcro, amable y de buen sentido del humor. ¿A cuántos compañeros y pasajeros habrá educado con su testimonio? Me siento deslumbrado ante la grandeza de un hombre que sencillamente ha cumplido con su deber de cada día, haciendo de un oficio aparentemente común, una vocación extraordinaria.

Ernesto“Todo héroe, merece su recompensa”. Sería de Dios que un día, pasando por el barrio Santa Lucía, recogiera a María Cleo García cuando se dirigía al trabajo. “En ese tiempo le tenía conductor al bus, pero ese día no”, dice él. “Me encontraba en compañía de una amiga y estábamos esperando a que pasara el conductor de Ernesto, que era su amigo”, dice ella. La escena se repitió en más de una oportunidad. “Yo la miraba por el espejo retrovisor”, por fin confiesa don Ernesto y agrega que “también le abría la puerta de atrás para no cobrarle el pasaje”. Entre idas y venidas se fueron conociendo. A ella le llamó la atención que “era una persona educada y utilizaba camisas de mancornas”. Un día don Ernesto se enteró de que María Cleo se había ido para Barranquilla. Durante los dos años que vivió en “La Arenosa” no dejó de enviarle saludos con la mamá ni de escribirle cartas. “Cuando regresé formalizamos nuestro noviazgo y a los diez meses nos casamos”, cuenta doña María Cleo. En diciembre cumplieron 43 años de vínculo sagrado.

En este punto de nuestro diálogo, don Ernesto la mira con dulzura antes de tomar la palabra: “mi esposa siempre ha sido una gran ayuda, ella ha sido muy sincera, muy trabajadora y muy leal. Todos estos años hemos sido el uno para el otro”. Más tarde, sus propios hijos, que hoy son profesionales, confirmarían la hondura de sus palabras. Deysi Edith comparte que “mejor hogar no pudimos tener. La responsabilidad y la lealtad de mi papá y de mi mamá siempre se reflejaron en su compromiso con nosotros. En la casa, mi mamá nos formó con valores. Con mi papá no era tiempo sino calidad en la relación lo que nos ofrecía. Siempre se complementaban”. Lo mismo piensa Nancy Astrid: “mi mamá era muy estricta y hoy agradecemos que haya sido así. Mi papá ha sido un modelo de responsabilidad. Ambos se acompañan. Ni siquiera cuando mi papá está enfermo deja que mi mamá se vaya a hacer sola sus diligencias. Siempre se cuidan mutuamente”.

Hacer el bien

No han faltado las dificultades, tampoco la fe. Adriana destaca que “en la misa siempre le pedíamos a Dios que le multiplicara los pasajeros a mi papá y que a todos los compañeros también les fuera bien, para evitar inconvenientes por aquello de ‘la guerra del centavo’”. “Hacer el bien, sin mirar a quién”, con esa fórmula don Ernesto encaraba los retos de cada día. También atribuye a la protección de Dios y a la “buena voluntad para trabajar”, la ausencia de accidentes graves.

Nunca se ha desanimado ante las dificultades de la vida. Ni cuando se quemaba las pestañas apagando un pequeño incendio en su vehículo, ni cuando una de sus hijas perdió un año escolar. En lugar de castigarla, ese día la tomó en sus brazos y le dijo: “Al mal que no tiene cura hay que hacerle la cara dura, yo pienso que usted es la más inteligente de todo el salón”. Son palabras de un hombre de fe.

El día que se enfermó de la vesícula, él mismo comprobó que la bondad de Dios no tiene límites. Se trataba de una emergencia en la que su vida corría peligro, y en esa oportunidad la parábola del Buen Samaritano, que siempre había puesto en práctica, lo benefició. En compañía de su esposa salió “a la orilla del camino” buscando la manera de llegar a un centro hospitalario, y en esas pasaba Raúl Pinzón, hermano de Edgar Pinzón, un conductor a quien don Ernesto había socorrido durante una temporada de incapacidad médica. Sin pensarlo dos veces Raúl, quien se dirigía a un asado familiar, cambió su rumbo y lo llevó a la clínica San Pedro Claver, donde fue atendido a tiempo.

Bajado del bus

IMG_0362Abundan los ejemplos en los que evidencio que es posible vivir el Evangelio con alegría y sencillez en un bus y en familia. Pienso en ello mientras me cuenta que algunos domingos su familia se las arreglaba para acompañarlo en sus recorridos y participar juntos en la Eucaristía en el 20 de Julio. En la medida que sus cuatro hijos iban creciendo, también se incrementaba la confianza: “ellos contaban las monedas y los billetes del producido de cada día, que administraba mi señora”, comenta feliz. En este y en otros casos, sabía ser “contracultural” frente a sus colegas. Así ocurrió cuando Ernesto, su hijo menor, se empezó a entusiasmar con su oficio. “Antes de que se acostumbrara a tener platica, preferí ‘bajarlo del bus’ para que no abandonara los estudios”. Hoy, el arquitecto Ernesto pondera la decisión de su padre: “fue sabia porque el espejo que él tenía eran sus compañeros que acostumbraban aligerar la carga con la ayuda de sus hijos. Mi papá prefirió asumirla solo para que yo tuviera una vida mejor, y gracias a esa decisión hoy me muevo en un campo profesional”. Sus reflexiones van más allá: “si mi papá, a quien la vida no le dio la oportunidad de estudiar, pensaba de esta forma y sacó la familia adelante; yo, que he podido formarme, me siento comprometido a promover a mis hijos por encima de lo que he podido alcanzar”.

A sus 80 años don Ernesto se da por bien servido. Sigue convencido de que “al que trabaja, Dios le ayuda”. Goza del cariño de su familia y en especial de su esposa, sus cuatro hijos, sus cinco nietos, su suegra, su nuera y su yerno. Para todos es un faro de sabiduría y una fuente inagotable de amor y de ternura. Los niños coinciden en que “no es un abuelito bravo ni regañón, siempre está alegre”.

Ya no madruga a las cuatro de la mañana a calentar el bus, pero siempre está dispuesto a encender su Mazda modelo 88 para llevar a doña María Cleo o a alguna de sus hijas a donde necesiten. Estoy seguro de que su amor por su familia sigue siendo el motor de su vida, lo suyo es servir con alegría y sencillez de corazón.

TEXTO: ÓSCAR ELIZALDE PRADA. FOTOS: DIEGO GARCÍA

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