Carta a Dios

Pedro Trigo, SJ. Teólogo

 

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Dios enteramente Bueno, me dirijo a ti como un cristiano latinoamericano que le ha tocado sufrir en carne propia la derrota de tu pueblo en la segunda mitad del siglo pasado y que está temiendo que vuelva a pasar lo mismo; y que siente un gran dolor porque en este nuevo despertar no siente que los cristianos y particularmente la Iglesia acompañe al pueblo, como sí lo hizo en la pasada confrontación.

América Latina nació con una contradicción dolorosísima: la unión entre la espada y la cruz. Sin embargo, los fundadores del cristianismo latinoamericano no se resignaron a ella y, puestos del lado de los indígenas y para salvar también a los españoles, denunciaron desde el comienzo esa junta y afirmaron taxativamente que no se podían salvar quienes emplearan a indígenas para servicio personal o para sus haciendas o para el trabajo de las minas desconociendo su dignidad humana y los deberes de la fraternidad cristiana. No sólo lo denunciaron sino que se pusieron decididamente del lado de los indígenas y los evangelizaron desde esa solidaridad elemental. Una minoría de indígenas, que entró en contacto con ellos, se convirtió a ti, aceptado como Dios de la vida y de la humanidad y, por tanto, Dios de los pobres. Ahí se dio el encuentro constituyente. Los demás simplemente se rindieron al dios de los vencedores, y los ministros que los bautizaron también los consideraron como los recién venidos, necesitados de reeducación y apenas capaces de ella. Lo malo es que los dos dioses tenían el mismo nombre.

Pero los fundadores, muchos de ellos obispos y presbíteros, la mayor parte de órdenes religiosas, no tuvieron continuadores. Los que vinieron después los honraron, pero para darles la espalda con tranquilidad de conciencia. Nunca faltaron testigos tuyos en la institución eclesiástica, pero la institucionalización, como tal no fue cristiana porque, al contrario de tu Hijo, pactó con los dominadores, a cambio de la función, en gran medida ineficaz, de corregir los abusos.

Catolicismo popular

Mayor continuidad hubo entre los convertidos del pueblo porque, con el trato asiduo contigo, se hicieron verdaderos sujetos y, para serlo en el terreno religioso, fueron construyendo el catolicismo popular, ambiguo como todas las cosas, pero cauce para conservar esa llama sagrada de la verdadera adoración, de la humanidad en medio de la miseria y de la esperanza en tu asistencia constante.

En la segunda mitad del siglo pasado riadas de campesinos se precipitaron sobre las ciudades hasta cambiar por completo el mapa humano del continente. La ciudad no los recibió, pero ellos, a pesar de ser hostilizados por la policía, construyeron sus casas y el hábitat de los barrios, aprendieron oficios y propiciaron la modernización, entonces en ciernes. Fue una verdadera gesta que te llenó de satisfacción y que será cantada en el futuro. Mucho dolor y mucho esfuerzo, pero también mucha fecundidad. Sin duda que tu Espíritu estuvo con ellos y que ellos obedecieron su impulso.

Este proceso galopante de modernización parecía dejar obsoleta la sociedad señorial que fraguó en la colonia, y un grupo de clase media creyó llegado el momento de la verdadera democratización del continente. Si la democracia era verdadera, tenía que ser una democracia popular porque el pueblo era la mayoría y además una mayoría protagonista. Pero no fue así: las élites quisieron cambiar para no cambiar, modernizarse sin cambiar la correlación de clase, sin compartir el poder, tanto el poder adquisitivo como el político como el de la cultura. Por eso se aliaron con los militares e instauraron los regímenes de la Seguridad Nacional o redujeron la democracia a algo meramente formal, cada vez más vacío de contenido. Y sacrílegamente utilizaron tu nombre para cerrar el paso a la expresión histórica, deficiente, sin duda, pero verdadera, de la fraternidad de tus hijas e hijos.

Con la recepción latinoamericana del Concilio, que llevaron adelante Medellín y Puebla, la parte más significativa, aunque minoritaria, de tu Iglesia se encarnó en tu pueblo creyente y oprimido; una parte muy cualitativa de la vida religiosa y algo del clero secular se insertó inculturadamente en tu pueblo. Se dio una verdadera alianza, como la de los fundadores. La señal más clara de la autenticidad evangélica fue la alegría con que se vivió el proceso, por otra parte tan cuesta arriba, aunque tan fecundo. Tú bendijiste, sin duda, este reencuentro, que cualificó tanto al pueblo y le dio tanta consistencia, y que colmó de sustancia cristiana a quienes desde la Iglesia se involucraron en él. Como tu Hijo, la Iglesia latinoamericana de esos años fue bandera discutida y así salió a la luz lo que estaba oculto en los corazones.

Martirio masivo

DSC_0012Al involucrarse en tu pueblo, esta Iglesia corrió su misma suerte, como la corrió tu Hijo; y vino el martirio masivo: tres obispos mártires (Angelelli, Romero, Gerardi), más de cincuenta, entre curas y religiosas y muchos miles de catequistas, animadores de comunidades, servidores de la Palabra, en suma cristianos activos de a pie. Hay que remontarse al imperio romano para constatar una persecución tan masiva. Como a ti, nos duele que los hayan matado, tanto porque no queremos que haya asesinos, como porque, aunque el dicho dice que “sangre de mártires, semilla de cristianos”, han sido pérdidas muy sensibles para nosotros, pastores y hermanos entrañables a los que echamos en falta. Pero también nos sentimos orgullosos de ellos, como sin duda te sientes tú, porque han sido fieles a ti y a tu sufrido pueblo, hasta dar la vida por él y en el fondo por ti y por tu causa, que es el mundo fraterno de tus hijas y de tus hijos.

Pero lo que más nos duele, Señor, es que la reacción inconsciente de buena parte de la institución eclesiástica y de no pocos cristianos ante las consecuencias de esa fidelidad a ti y a tus pobres es cambiar de camino, desconvertirse, es decir, desencarnarse y buscar una salvación más “espiritual”, más “religiosa” y, en el fondo, menos expuesta. No nos estamos dando cuenta como Iglesia de que, si te buscamos en el cielo y en lo sagrado, no te vamos a encontrar porque en tu Hijo tú te encarnaste, te metiste adentro y abajo de la historia humana para salvarnos desde dentro, y no hay otro lugar de salvación, que salvarse con todos desde los pobres.

Precisamente en estos años los pobres, empezando por los indígenas, se están convocando y están haciendo sentir su presencia y elevando su voz y reclamando sus derechos y el reconocimiento de su dignidad y un puesto no subalterno. Tú te alegras, Señor, de su despertar y tu Espíritu alienta, sin duda, su movilización. Y nosotros también nos alegramos y volvemos a cobrar esperanza y buscamos rehacer la alianza.

Pero nos duele, Padre, que esta vez no esté sucediendo como al principio de la evangelización americana y como en esas décadas de la segunda mitad del siglo pasado. Ahora la institución eclesiástica no acompaña a ese pueblo como entonces. Nos faltan algunos pastores y, sobre todo, mucha gente popular se moviliza por el impulso de su fe, de la relación contigo y por la obediencia al impulso de tu Espíritu. Pero no se da esa alianza que se dio al principio y que se reeditó hace unas décadas. Nos duele mucho, Señor, porque esa alianza es buena, tanto para tu pueblo como para tu Iglesia y está cargada de fecundidad. Sin ella tu pueblo puede ser arrastrado a posturas antitéticas no superadoras y tu Iglesia se vacía de sustancia a causa de su infidelidad.

Señor, suscítale a tu pueblo aliados que no pretendan robarle protagonismo ni lo extravíen con sus proyectos mesiánicos; que lo sirvan fraternamente, que le den qué pensar, que lo cualifiquen y que, haciéndolo, sientan que ellos son los que más ganan con esa alianza. Que el fruto de esa alianza sea que nuestra América reconozca por fin su carácter multiétnico y pluricultural, que todos veamos con agrado que somos diferentes y que en ello estriba nuestra riqueza y que este reconocimiento mutuo nos lleve a entablar por fin un estado de justicia y derecho y de interacción simbiótica.

Señor, que también la Iglesia se alíe con tu pueblo, con los pueblos tan variopintos de nuestra América, para que esa interacción de todos con todos llegue a convertirse, como tú lo quieres, en una verdadera fraternidad: la de tus hijas e hijos en tu hijo Jesús. Cuando esto comience a darse, la única institución eclesiástica, empezará a tener rostro indígena y negro y mestizo y mulato y blanco, y la institución eclesiástica  se inculturará en las culturas indígenas y en la afrolatinoamericana y en la campesina y en la suburbana, como se inculturó en la occidental americana. ¡Cómo lo deseamos, Padre, casi tanto como tú lo quieres y ansías! Eso te pido, mientras pongo mi pobre vida en que acontezca.

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