El mal negocio de la infidelidad

Los infieles

 

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El drama que representa una situación de infidelidad, sin importar que se dé frecuentemente o de manera coyuntural, revestida de aventura, constituye una de las realidades más complejas de resolver en el entramado de las relaciones humanas. La genialidad de los ocho directores que están detrás de las nueve piezas que se reúnen bajo el título de Los Infieles (Les Infidèles), estriba en su capacidad de vislumbrar la patética comedia que se revela en cada historia de infidelidad, como el peor de los negocios, que deviene en tragedia, ridiculez e ironía, evidenciando, de paso, que las faenas del engaño son quimeras que por lo general acentúan el vacío y el sin sentido que las “justifican”.

Antes de su estreno en 2012, la Autoridad de Regulación Profesional de la Publicidad en Francia (ARPP) exigió que los afiches promocionales fueran retirados, con el argumento de que sobrepasaba ciertos límites y dañaba la imagen de la persona humana. Más concretamente, presentaba “una imagen degradante de la mujer”.

Aunque los afiches fueron remplazados, la crítica no ha pasado por alto que, ciertamente, Los Infieles recoge una serie de casos de infidelidad masculina –exceptuando las confesiones de Lisa (Alexandra Lamy) en La Question (La Pregunta)–, con amplias connotaciones machistas y, por lo mismo, con planteamientos provocadores y transgresores de cara a las ideologías y a los movimientos de género.

Las nueve historias, casi todas protagonizadas por los franceses Jean Dujardin –premio Oscar al mejor actor 2012 por The Artist– y Guilles Lellouche, podrían ser vistas como episodios independientes, como sugiere Manuel Kalmanovitz (Semana No. 1634). Sin embargo, el primero y el último, Le Prologue (El Prólogo) y Las Vegas, sostienen un mismo hilo de complicidades entre dos amigos, Fred y Greg, en dos escenarios distintos: Paris y Las Vegas. Ambos se consideran irresistibles y hacen gala de su condición de adúlteros apelando a la genética: “no es nuestra culpa, es nuestra naturaleza”.

¿Carpe diem?

Este argumento del deseo sexual –libido si se quiere– irreprimible e inaplazable, se repite como letanía en diversos contextos marcados por la voracidad animal, aunque no exentos de culpabilidad, como último vestigio moral de las sociedades consumistas. Así aparece en La Bonne Conscience (La Buena Conciencia), el tercer episodio, que se desarrolla en el Saphir Hotel, donde se celebra una convención de vendedores de fertilizantes. Prisionero de sus deseos irreprimibles y tras múltiples intentos fallidos, Laurent, un singular pregonero del “Carpe Diem” (Aprovecha el momento), declina en su faceta de don Juan para convertirse en el más célebre hazmerreír de sus colegas.

En Lolita, otra historia de frustraciones, los enredos pasionales de Eric con Inés (Clara Ponsot), una estudiante que perfectamente podría ser su hija, devienen en desgracia ante la inminencia del “parche” de amigos de la bella. Este odontólogo cuarentón, a quien el círculo de Inés identifica como “el tipo del traje”, es un perfecto títere de caprichos pueriles, cuyo rostro de amante profesional se desfigura a cada nuevo plan. Al volver a casa, después de una mala noche, deberá resolver cómo hacer creíble su mentira a su esposa y a sus hijos.

El cinismo que corroe la vida marital de los infieles podría llegar a su fin el día que son sorprendidos in fraganti, en una fracción de tiempo tan breve como los episodios de Bernard, Thibault y Simon, tres micro-relatos con un mismo desenlace en Les Infidèles Anonymes (Los Infieles Anónimos) una especie de clínica de rehabilitación para infieles que desean curarse de su enfermedad. La parodia resulta eclosiva, entre catarsis y justificaciones de una decena de infieles que, finalmente, deciden suspender la terapia y no llegar a la segunda sesión.

Aunque predecible en casi todas las historias, menos en la última, Los Infieles son, por contraste, un buen pretexto para repensar la fidelidad en una época en la que escasean los vínculos de amor eterno. El romanticismo de antaño sucumbe ante la sospecha y la duda que mitigan la posibilidad de creer y confiar en el otro, con un agravante que se refleja muy bien en este filme: donde quiera que haya un smartphone, puede incubarse un mentiroso.

Fidelidad e infidelidad son opciones siempre posibles. El libre albedrío contradice el mito de Fred y Greg: “no es nuestra culpa, es nuestra naturaleza”. Por su parte, Los Infieles invitan a repensar el valor de la fidelidad: “el que es fiel en lo poco, lo es en lo mucho”.

ÓSCAR ELIZALDE

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