El desaparecido también es prójimo

Un desaparecido se espera y duele a toda hora. Puesto que la mayoría de las desapariciones es atribuible a los agentes del Estado, su búsqueda es casi imposible porque la seguridad oficial se vuelve una amenaza.
Es un drama que la sociedad mira con la indiferencia que parece legitimar la idea de que si lo desaparecieron, por algo sería. Es una reacción que deja solas a las víctimas que necesitan más ayuda y solidaridad. Estas páginas explican por qué.

Debieron ser más de mil las familias que el pasado cuatro de febrero contemplaron en sus televisores el regreso de diez secuestrados, con una mezcla de tristeza, de esperanza y de alegría. Cada una de esas familias tiene desaparecido a uno de los suyos.
Oyeron esperanzados la afirmación de la exsenadora Piedad Córdoba; “ahora vamos por los desaparecidos”, pero la verdad es que no saben si creerle o seguir esperando o ignorar la promesa y desesperar.
Estas familias mantienen la convicción de que tanto el gobierno como la sociedad les han vuelto la espalda y que la desaparición de los suyos es radical porque, primero los desaparecieron los delincuentes, llámense guerrilleros, paras o militares; después los desapareció de sus agendas y deberes, el gobierno y, finalmente, los desapareció la sociedad que se ha desentendido de ellos y decidió ignorarlos.
El crecimiento de este delito, que ha colocado a Colombia en el primer lugar entre los países del mundo que ven desaparecer a sus ciudadanos, en parte se explica porque concurren por igual la guerrilla, los paramilitares y militares. Actualmente, entre 32.000 desapariciones atribuidas a estos tres grupos, a miembros de las Fuerzas Armadas se les atribuyen más de 3 mil de esos casos.
Los parientes de los desaparecidos se sienten solos y sin apoyo alguno o porque sus amigos, vecinos y conocidos no saben cómo ayudarlos o porque miran a los desaparecidos como un caso sin solución posible.
El relato de una mujer que, después de 20 años sigue esperando a su esposo, podría hacer patente ese largo y cruel sufrimiento de los que tienen un desaparecido. Tener un desaparecido es llevar consigo un sufrimiento que se renueva todos los días sin que haya manera de “no tenerlo”. No se puede arrojar a los abismos del olvido porque siempre está ahí, como una presencia que todo lo condiciona y que todo lo vuelve doloroso.

Nydia Erika Bautista

En una misma semana, Janeth Bautista sufrió la desaparición de dos de sus seres más queridos: su novio, Cristóbal Triana, el 28 de agosto de 1987 y su hermana Nydia Erika Bautista, dos días después. Los dos eran militantes del M 19. Janeth dice: “Si merecían la cárcel, pues que les dieran cárcel, pero no tenían por qué desaparecerlos”. Nydia Erika apareció tres años después asesinada. Por su muerte la justicia destituyó al general (R) Álvaro Velandia, aunque el Consejo de Estado revocó esa decisión que fue apelada y es objeto de estudio. Si Nydia viviera conocería a Antonia, su nieta, y vería a Erick su hijo, consagrarse como poeta.
Información de El Espectador

“Yo no sé si estoy viuda o separada o divorciada o abandonada o felizmente unida a mi esposo. Mis hijas están en la misma condición, no saben si son huérfanas o tienen a su padre. Si quiero viajar con ellas al exterior, no puedo hacerlo porque me exigen la autorización de él. La ley lo presume vivo. Es algo tan absurdo como lo que me pasó cuando quise vender la casa e irme a otra parte adonde no llegaran las amenazas. Al Estado no le importa el desaparecido, pero lo presume vivo. Las gestiones para vender la casa se paralizaron porque la casa está a su nombre. Y para demostrar que desapareció la ley me exige pruebas de que está muerto”.
Al oír a esta mujer se entiende un poco más el drama de los familiares de los 51 mil desaparecidos que registra el estudio: “Rompiendo el silencio”, publicado el mes pasado en Washington. Según esa cifra, entre los desaparecidos hay desaparecidos, porque Asfaddes (Asociación de familiares de los desaparecidos) lleva un registro minucioso de los 61.604 desaparecidos en los últimos 30 años.
Cuando alguien desaparece la vida de su familia cambia radicalmente. Cuenta esta mujer que lo de su esposo ocurrió un día de septiembre a las 11.30 de la mañana en la puerta de la oficina de registro de Puerto Boyacá. Si usted encuentra una de esas familias, observará lo mismo: llevan las cuentas de años, meses y días, y hasta las horas, que han pasado desde el momento de la desaparición. Como los avaros cuentan hasta las más pequeñas monedas de su fortuna, ellos llevan la cuenta minuciosa de su infortunio.
Emergen en la memoria de esta mujer los rostros taimados de policías, soldados y autoridades a quienes acudió en busca de ayuda: nadie sabía nada de un hecho ocurrido en lugar público y a la hora del mediodía. “Fuimos a la emisora para que se diera la noticia y se le pidiera a los oyentes alguna información, pero nos dijeron que no porque necesitaban una autorización: en la parroquia el cura no nos hizo caso cuando le pedimos anunciar la desaparición desde el púlpito. Nadie quería saber sobre el asunto”.
“Lo más difícil fue con mis tres hijas, sobre todo con la menor que apenas daba los primeros pasos. Lo esperaba todos los días y se quedaba dormida en la espera. Las dos niñas mayores trataban de ayudar, pero ellas también esperaban uno y otro día. La familia de un desaparecido está condenada a esa espera inútil todos los días. La vida no vuelve a ser normal porque está habitada por esa espera. Sale uno de casa y cuando va a regresar piensa que lo va a encontrar de vuelta; se despierta uno en la noche y difícilmente vuelve a dormir pensando y esperando”.
“La gente al principio trataba de hacernos compañía, pero después se ha olvidado o se ha cansado o ha pensado que el nuestro es un mal sin remedio. Lo insoportable es la actitud de los que parecen justificar la desaparición con expresiones como esta que oí algún día “por algo sería”.

Hagan lo mismo por Miguel Ángel

Durante años me acostumbré a averiguar todo lo que tiene que ver con los desaparecidos. Por eso seguí con mucho interés el caso de los dos niños Restrepo en Ecuador, desaparecidos por la policía. Seguí las actividades de su familia para que se investigara y se hiciera justicia. Cuando supe que por fin se había descubierto a los culpables y se había conocido lo que esos policías habían hecho con los dos niños, entendí que el muro de silencio que sepulta a los desaparecidos puede romperse. Por eso nos pusimos en la empresa de escribir y hacer llegar una carta a los hijos del presidente Cesar Gaviria. Ellos tienen la edad que tenían mis hijas cuando desapareció su padre y Juliana, la más pequeña, tiene hoy la misma edad que Maria Paz. En la carta les decimos que le digan a su papi que así como hubo buena voluntad en la gente que colaboró en Ecuador para encontrar a los niños Restrepo, así como el gobierno nombró una comisión de colombianos en la que ayudó el DAS, le pedimos  que  haga lo mismo con nuestro papito y ordene crear una comisión para buscarlo
Esta semana, en el día de la celebración de los derechos humanos y solo unos días después de haberse cumplido los siete años de la desaparición de mi esposo, mis tres hijas, un grupo de niñas compañeras de ellas y yo nos fuimos a la Casa de Nariño sin cita previa y sin más tarjeta de presentación que la de ser familia de un desaparecido para entregar nuestra carta a los hijos del presidente. Un funcionario de la presidencia nos recibió y tramitó la entrega de  la carta. Estoy esperando la respuesta.
También la esperan todos los familiares de los desaparecidos. Si algo hemos aprendido durante estos años es a esperar. Esperamos todos los días, a todas horas porque esa es la pena a que nos condenaron los que se los llevaron. Estamos atados, como a una cadena, a una larga e interminable espera.

Con parecida crueldad obran los grupos guerrilleros que someten a las familias de los desaparecidos al chantaje afectivo. Los ilusionan con la promesa de devolverlos a cambio de una cantidad de dinero que, sin pensarlo dos veces, paga la familia. Después el silencio total. A una familia le prometieron la entrega de los restos de su desaparecido, mediante el pago de una alta suma que les hicieron pagar tres veces y, finalmente, nada.
“¿Qué puertas no toqué? A veces no había terminado de contar mi historia y ya sabía que no me harían caso. Hubo alguien que sí tomó en serio mis denuncias porque me llamaron para amenazarme si seguía alborotando. Entonces tuve que cambiar de casa y pasar mis hijas a otro colegio”.
“Con los años me pasó lo que a los enfermos que llegan a conocer su enfermedad mejor que si fueran médicos. Cuando aparecía algo sobre desaparecidos lo leía buscando alguna pista. Todo eso me ha servido para que no se me desaparezca de la memoria mi desaparecido”.
Esta espera contra toda esperanza alcanza niveles sorprendentes. La madre de un policía secuestrado en Mitú hace 13 años sigue esperándolo a pesar del testimonio de compañeros suyos en el secuestro, que le dijeron que su hijo fue asesinado. “A veces pienso que a mi hijo lo tienen secuestrado en otro país, que se lo llevaron preso, que está vivo, a veces pienso que lo tienen en Brasil, o de pronto en Venezuela”.

Marta Lucila Montaño

A Marta Lucila no le gustaba salir con su hijo Jefferson a la calle. Había llegado a Bogotá procedente del Casanare, huía de la violencia y de las amenazas de los paramilitares. El 16 de diciembre de 2005, contrario a lo que acostumbraba, Marta Lucila salió con su bebé -en ese entonces de 8 meses de edad- a visitar a unos amigos. Antes de llegar donde ellos, llamó a sus familiares y les dijo que estaba en el Puente de San Carlos en el sur de Bogotá. Eso fue lo último que se supo de ella. Desde entonces sus familiares la buscan y sus amigos, al contrario, la olvidan. A Yadira, su hermana, una amiga le dijo que lo mejor era que no se volvieran a ver “porque si desaparecieron a su hermana, ¿qué tal que hagan lo mismo con uno? Así es el grado de estigmatización que sufre la familia de Marta Lucila y Jefferson, a quienes siguen buscando.
Algunas de las madres de estos cautivos, pancarta en mano, han insistido que sus dramas siguen ahí, esperando una respuesta. Zoraida Rojas sostuvo que su hijo no es alcalde, ni gobernador, ni es miembro de la fuerza pública pero que es un colombiano más que fue secuestrado hace cuatro años en un viaje de trabajo. “Lo detuvieron en un retén y se lo llevaron con carro y todo. Él es transportador  y después de dos meses de estar secuestrado, llamaron para decir que entregaban el carro, pero las autoridades dijeron que estaba cargado de explosivos y lo detonaron”. Lamentablemente, así como a Zoraida, aún hoy a muchos colombianos se les sigue yendo la vida esperando la llegada de sus familiares.
Información de El Espectador

Alimentan su esperanza cuando algún abogado amigo o contratado les dice que hay leyes contra ese delito y que los derechos de los familiares han sido reconocidos. En el papel aparece un Estado que se pone de su lado para anunciarles apoyo, es un Estado que estaría dispuesto a terminar con la práctica de las desapariciones.
Pero todo termina como una farsa de papel.
Hay una Comisión Nacional de Búsqueda, sin fondos suficientes para poner en funcionamiento un Centro virtual de identificación; hay un Plan Nacional de Búsqueda que se ha convertido en una buena intención. Aunque reconocidos los derechos de las víctimas, no hay quien los garantice. A raíz del informe presentado en Washington volvieron a tener vigencia propuestas drásticas como la de reducir la ayuda a las Fuerzas Armadas imputadas por desapariciones, y la de una certificación en Derechos Humanos como presión para que en las Fuerzas Armadas se investigue y sancione a los imputados por desaparición.
También se propone la ayuda de USAID, para proyectos entre sociedad civil, academia y gobierno para la investigación en cementerios en busca de los desaparecidos.
Aún queda, sin embargo, un aspecto sin tocar: la pasividad, la indiferencia, la insensibilidad de la sociedad ante este drama humano. Es un pecado social que todavía no parece tener registro ni en las conciencias, ni en la pastoral. VNC

Leonardo Gómez

Cuando dos de sus amigos desaparecieron, Leonardo Gómez de 19 años de edad, salió a las calles a marchar contra el olvido y la impunidad, para que sus compañeros regresaran a casa. Sin embargo, meses después, el desaparecido sería él: salió el 14 de noviembre de 1983 a comprar unos materiales escolares y no regresó, apareció muerto y con signos de tortura. Desde entonces su hermana Gloria dio riendas suelta a una lucha cercana a cumplir 30 años, dirigiendo la asociación de familiares de Detenidos y Desparecidos (Asfaddes) una organización que le ha abierto los brazos a un drama al que la sociedad le ha dado la espalda.
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