Relevo generacional del clero en África

El necesario tránsito hacia una Iglesia adulta

JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO | Prefiere no dar su nombre, así que llamémosle padre Vicente. Durante sus 30 años de trabajo pastoral en Uganda, pasó por siete parroquias rurales, y la mayor de sus satisfacciones se producía cuando llegaba el día de entregar la institución al clero diocesano, un ritual que señalaba el cumplimiento de la misión. En la última de las parroquias donde trabajó el padre Vicente había 40 sucursales, que el misionero visitaba al menos una vez cada tres meses, en moto o en bicicleta, por caminos a menudo intransitables. Pocas semanas antes de volver a España llegó su sustituto: un sacerdote africano recién ordenado.

Hoy las cosas han cambiado mucho en aquella parroquia. El nuevo párroco solo visita los centros principales, y una vez al mes pasa una semana en la capital, según dice para reponerse y visitar a amigos. A los feligreses –campesinos y pescadores pobres– no les ha gustado el cambio de estilo de trabajo, pero todos saben que de nada serviría quejarse.

Casos así están lejos de ser anecdóticos, y reflejan que el relevo generacional del clero en África no está exento de tensiones y situaciones incómodas. Hablamos del continente donde durante la última década ha crecido más el número de católicos (que ha pasado de ser del 13% al 17% de la población africana) y el de sacerdotes. Según el Anuario Pontificio de 2010, los sacerdotes en África han crecido en un 33%. Si en Europa los seminarios cierran, en África no dan abasto para acoger a tantos jóvenes como piden entrar en ellos.

Las mismas estadísticas revelan que los seminaristas africanos se incrementan cada año en un 3,6%, mientras que en Europa disminuyen a un ritmo del 4%. Donde antes había obispos, vicarios episcopales y párrocos europeos, ahora los puestos de responsabilidad en diócesis y congregaciones religiosas han pasado al clero local. ¿Cómo tiene lugar este tránsito?

Todo depende de quién nos responda y de en qué lugar nos encontremos. El sacerdote chadiano Celestin Ngoré –que realiza estudios en España– alerta que “hay que tener cuidado con afirmaciones muy generales, como decir que ‘los curas africanos son así’, porque pueden incluso sonar ofensivas”.

El hecho de que África tenga más de mil millones de habitantes repartidos en 54 países obliga a matizar bastante las cosas y, dentro de la misma Iglesia católica, hay situaciones muy distintas: la Iglesia no funciona de la misma manera en países como Congo o Burundi, con una mayoría de católicos, que en otros –como los del Sahel– donde estos son una minoría. Y por lo que se refiere al clero, hay también fuertes contrastes: en países como Uganda, las primeras ordenaciones sacerdotales de clero nativo se remontan a hace casi cien años, mientras que en Angola y Mozambique, a pesar de que sus Iglesias han celebrado ya su quinto centenario, apenas hay curas locales, y sus primeras ordenaciones tuvieron lugar en los años 70 (con algunas realizadas en los 60, con cuentagotas).

Además, en muchas diócesis africanas hay un verdadero vacío generacional: uno se encuentra con pocos misioneros y muy mayores, seguidos de una generación de curas africanos de poco más de 30 años a los que faltan modelos de referencia.

Variedad de situaciones

En cuanto a las relaciones entre misioneros y clero africano, suelen darse tres situaciones bastante diferenciadas, que pueden incluso coexistir dentro del mismo país: en primer lugar, hay diócesis de primera evangelización en las que la mayor parte del clero es expatriado. Este es el caso de Rumbek, en Sudán del Sur. Su recientemente fallecido obispo, el comboniano italiano Caesar Mazzolari, trabajaba con más de 20 sacerdotes misioneros y solo dos curas diocesanos sudaneses. Y, ojo al dato: su diócesis refleja el cambio operado hoy en las congregaciones misioneras por lo que se refiere a su personal.

En Rumbek trabajan hoy juntos misioneros procedentes de Argentina, Portugal, España, los Estados Unidos, México, Nigeria, Togo o India. Ni que decir tiene que, en situaciones así, con el clero diocesano en minoría, las relaciones entre misioneros y locales suelen ser buenas y apenas hay tensiones, sobre todo si no hay una nacionalidad dominante entre los misioneros.

Tampoco suele haber fricciones cuando se invierten los términos y nos encontramos con una diócesis con una gran mayoría de clero local y una presencia minoritaria –casi testimonial– de misioneros, que tal vez se ocupan de alguna parroquia o de algún trabajo especializado –muy a menudo de tipo administrativo– encomendado a ellos por el obispo. La diócesis de Masaka (Uganda), por ejemplo, suele tener unas 20 ordenaciones sacerdotales al año. En una situación así, el misionero no está realmente presente porque “le necesiten”, sino para recordar a todos que la Iglesia es universal.

La mayor parte de las situaciones de tensión entre misioneros y sacerdotes africanos suele darse en diócesis donde ambos grupos están repartidos a partes iguales. Es la crisis de la adolescencia eclesial, con rebeldías y desconfianzas mutuas. Basta que los expatriados defiendan una posición para que los curas africanos defiendan lo contrario. Y si hay errores entre el clero local, es muy probable que la reacción de los misioneros sea suspirar y quejarse: “¿No te lo decía yo…?”.

Tensiones de este tipo pueden elevarse al máximo cuando llega el momento de elegir a un nuevo obispo. Baste como muestra el botón de la diócesis ugandesa de Lira, allá por 1989, cuando falleció su obispo Caesar Asili. El clero estaba entonces repartido a partes iguales entre misioneros mayoritariamente italianos y sacerdotes de la etnia Lango, casi todos ellos menores de 40 años. Unos y otros intentaron influir al entonces nuncio Karl Josef Rauber sobre quién sería el candidato más idóneo, y –muy especialmente– sobre quién no debía serlo. Eran años en los que murieron más de diez sacerdotes jóvenes en rápida sucesión –de sida, comentaban por lo bajo los expatriados–. La tensión llegó a tal punto que el Vaticano optó por una solución de compromiso: nombró a Joseph Onyango, un cura de etnia Lango pero perteneciente a otra diócesis. Al estar fuera del conflicto, se esperaba que no hubiera descontentos.

Las aguas se calmaron por poco tiempo. Pronto se supo que el nuevo obispo tenía varios hijos. Y quienes acudían a su despacho se encontraban con un hombre ausente, a quien le costaba tomar decisiones y que abusaba del alcohol. Finalmente, en 2007, fue obligado a dimitir. Contra todo pronóstico, el Vaticano nombró obispo al italiano Giuseppe Franzelli, un comboniano italiano que había trabajado anteriormente en Uganda, aunque en otra diócesis. Desde entonces, el clima que se vive hoy en Lira es mucho más sereno.

Probablemente, el caso más extremo ha sido el ocurrido en junio de 2009 en la República Centroafricana. Allí el Vaticano obligó a dimitir a dos obispos por tener mujer e hijos. La tensión subió tanto durante aquellos días que los sacerdotes centroafricanos llegaron a amenazar con ir a la huelga, tras acusar a los misioneros de estar detrás de las denuncias. Hacía años que las relaciones entre ambos grupos estaban enrarecidas, y tal vez por eso desde Roma habían optado por curarse en salud y nombrar a un nigeriano como nuncio en el país. El hecho de ser africano no le salvó de ser el blanco de las iras de los curas centroafricanos que, curiosamente, le apodaron “le nègre”.

Casos similares han tenido lugar en otros países, en particular de África Occidental: el año pasado, el Vaticano obligó a dimitir a los arzobispos de Cotonou y Parakou, ambos en la República de Benín, a monseñor Anselme Sanon, en Burkina Faso. Y lo mismo ha ocurrido este año con el obispo de Pointe-Noire (Congo Brazzaville) y con el de Benin City, en Nigeria, este último de nacionalidad irlandesa. Detrás de todos estos casos había situaciones de concubinato y de desvío de fondos.

“En Benín esto creó situaciones muy dolorosas, porque además los obispos enviaban a las parroquias vistas como más importantes a los curas de su círculo de amigos”, comenta el misionero Rafael de Marco, de la Sociedad de Misiones Africanas, quien reconoce que, “con esta política del Vaticano de tolerancia cero hacia los abusos, hay esperanza de que las cosas cambien”.

Sacerdocio y poder

Sin llegar a casos tan dramáticos, muchas dificultades del relevo generacional en las diócesis africanas se deben a causas más cotidianas. “El problema es que cuando los misioneros dejan una parroquia en manos del clero local, falta planificación”, afirma Cosmas Lam, un laico ugandés que durante los últimos 20 años ha trabajado en oficinas de la Iglesia. “Los expatriados que se van no suelen dar información a los nuevos curas sobre las fuentes de financiación de los proyectos, puesto que sus bienhechores apoyaban a su amigo misionero, no a la Iglesia africana”.

Lam, que fue primero delegado de la Conferencia Episcopal para la Pastoral Juvenil y, posteriormente, trabajó en la Comisión Justicia y Paz, lamenta que “a los misioneros les ha faltado involucrar a los laicos en la gestión del trabajo, y por eso la gente ve que se construyen edificios y se pagan becas… y, cuando llega el cura africano con los bolsillos vacíos, sus feligreses se quejan de que no hace las cosas como su predecesor”.

Pero un tema más espinoso tiene que ver con la relación entre sacerdocio y poder, algo que hace saltar chispas en un contexto cultural como el africano. Mal encarriladas van las cosas cuando al cura se le ve con los atributos del jefe. Así lo expresó hace años en la revista teológica AFER el Padre Blanco Wolfgang Schonecke, quien durante varios años trabajó en el Departamento de Pastoral del AMECEA (las conferencias episcopales de África del Este): “En ningún lugar del mundo se celebran las ordenaciones sacerdotales con tanto boato como en África, y de este modo se da la señal de que el cura es un jefe absoluto a quien nadie puede cuestionar”.

La misma formación en los seminarios africanos contribuye a alimentar este concepto de cura-jefe absoluto. Durante décadas, a Roma le ha preocupado la poca espiritualidad que se respira en muchos de ellos. Con el acento puesto en lo académico y regidos por superiores que temen tomar decisiones drásticas, muchos seminaristas terminan por creer que el sacerdocio es un derecho más que un don, y que, una vez admitido al seminario, nada ni nadie puede impedir al candidato el acceso a las Sagradas Órdenes. Descubrir la verdadera personalidad de los aspirantes es el mayor dolor de cabeza de quienes se encargan de su formación.

El resultado, a menudo, deja mucho que desear. Muchos se quejan de que África produce hoy bastantes sacerdotes con poco celo apostólico, sin orden en su trabajo pastoral y que con demasiada facilidad se ausentan de sus parroquias. A esto se añade la precariedad económica que muchos sufren. No es raro que un cura africano gane el equivalente a 70 u 80 dólares al mes. Poco dinero para personas que, además, suelen sufrir la presión de innumerables familiares que acuden a ellos con toda clase de necesidades.

La única salida es encontrar un puesto de enseñanza, llegar a hacer estudios en el extranjero, donde se pueden conseguir bienhechores, luchar por alcanzar un puesto en alguna parroquia más rentable –generalmente en la ciudad–, o tener acceso a la gestión de proyectos en los que se mueven buenas cantidades de dinero, entrando en terrenos que no raramente rayan la corrupción. “La falta de transparencia económica y rendición de cuentas es una dificultad seria a la hora de apoyar a diócesis africanas muy necesitadas de todo”, comenta un miembro de la Comunidad de San Egidio con largos años de experiencia en varios países africanos.

Por el entendimiento

Cuando ocurren situaciones como estas, no es raro que quien tiene la autoridad tema intervenir. Si el obispo o el superior es del mismo clan, o si hay situaciones de tensiones étnicas entre el clero, es mejor no salpicarse. Y no digamos nada cuando el mismo obispo tiene un historial comprometedor (generalmente, en temas que se refieren al celibato o a una mala gestión económica) y el tema es de dominio público.

Pero, como ocurre con todo conflicto, cada bando solo ve una parte del problema, y del lado de los sacerdotes africanos a menudo se acusa a los misioneros de tapar sus propios trapos sucios, de actitudes prepotentes y de querer imponer criterios que poco tienen que ver con las culturas africanas.

En circunstancias así, trabajar por el entendimiento es una tarea difícil. Los Misioneros de África, del cardenal Lavigerie, tuvieron siempre como política abrir las puertas de sus comunidades a sacerdotes diocesanos africanos para ofrecerles una mejor introducción al trabajo pastoral y crear buenas relaciones. Políticas así contribuyen a tender puentes y preparar el relevo de forma adecuada.

Otra cuestión que enrarece el ambiente tiene que ver con el número de sacerdotes africanos que marchan al extranjero a realizar estudios y que nunca regresan, atraídos por puestos pastorales en “pastos más verdes”. En abril de 2001, Propaganda Fide envió una carta a todos los obispos del mundo en la que lamentaba que diócesis muy necesitadas de países de misión perdieran a buena parte de su clero atraídos por mejores condiciones de vida en Europa o Norteamérica y pedía que se pusiera fin a esta práctica. A juzgar por los resultados, no parece que se hayan puesto mucho en práctica las recomendaciones de esa instrucción.

Cambio de tendencia

También en el seno de las propias congregaciones misioneras, la situación de su personal está cambiando. El caso más emblemático es el de los Misioneros de África (Padres Blancos), que el año pasado eligieron a su primer superior general africano, el padre Richard Baaworb, natural de Ghana. Prácticamente todos los institutos misioneros tienen hoy un número creciente de miembros procedentes de países de este continente.

Según datos oficiales de 2010, de los 155 estudiantes combonianos profesos, dos terceras partes son africanos. La misma tendencia se observa con otros institutos como los Javerianos, los Misioneros de la Consolata o la Sociedad de Misiones Africanas, y con muchas otras congregaciones como los Salesianos, los Asuncionistas o los Jesuitas.

En el nº 2.768 de Vida Nueva.

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