Reminiscencia sonora

ARTURO GUERRERO

El delirante filósofo rumano Ciorán blasfemaba contra todo, menos contra la música. Bach era su dios. Si de algo se arrepentía en la vida era “del oprobio de no ser músico”. Los acordes le eran semejantes al éxtasis, a la derrota de la muerte. Sabía, pues, enormidades sobre este arte.

Al interrogarse sobre su origen, aventuró: “Poseemos en nosotros mismos toda la música que yace en las capas profundas del recuerdo. Todo lo que es musical es una cuestión de reminiscencia. En la época en que no teníamos nombre debimos haberlo oído todo”. Conocer es recordar, había enseñado Platón en idéntico sentido.
No sabemos hasta cuándo haya que retroceder para dar con los inicios de la melodía inscrita, como en piedra, en nuestra sustancia. De modo inmediato salta a la atención la gestación de nueve meses a bordo de la cavidad materna, donde todo suena. Entonces no teníamos nombre.
Pero tampoco lo teníamos de ahí para atrás, a lo largo del incógnito tiempo pretérito cuando ni siquiera éramos individuos. Allá, en milenios sin cuenta, quizá la música de las esferas volantes nos fue un embeleso. Es posible que desde remotísimas eras venga el timbre sonoro que hoy es reminiscencia.
De modo que la música es reverberación del cosmos y palpitación de la matriz. Anteriores a todo verbo, armonía y ritmo conforman el ademán esencial que nos conecta con lo primordial. De ahí la fascinación de Ciorán, quien no ahorraba denuesto contra otras manifestaciones de la vida.
Para ser músico no se precisa alfabeto ni academia. Basta el oído memorioso, atento al viento, a pájaros, cascadas, piedras rodantes, insectos nocturnos. En la resonancia de la naturaleza, los hombres encuentran vena para dar con el recuerdo. Entonces se levanta, soberana, íntegra la música.

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