El saqueo de África

JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO | El continente más pobre de la tierra, donde 900 millones de personas padecen hambre crónica, se está convirtiendo en la despensa de los países ricos. Ante la falta de controles y la corrupción política, cada vez más gobiernos extranjeros compran enormes extensiones de tierras en África para cultivar cereales con los que alimentar a su población o para fabricar biocombustible. Solo durante el año 2009, se vendió la superficie equivalente a Alemania y Austria juntas. [Siga aquí si no es suscriptor]

Cuando se viaja por la carretera que va de Kampala a Gulu, en el norte de Uganda, es fácil reparar en un detalle que no se veía hace pocos años: durante varios tramos, uno recorre varios kilómetros dejando atrás grandes extensiones de tierra vallada, propiedad de alguna compañía extranjera. En estas nuevas haciendas se cultiva soja o maíz a gran escala, en extensos campos que se pierden en el horizonte. A los antiguos propietarios de las muchas parcelas que han sumado estos latifundios se les pagó hace pocos años diez dólares por hectárea y se marcharon.

A casi mil kilómetros de allí, en dirección suroeste, está Masisi, en el este de la República Democrática del Congo. En sus verdes colinas hay excelentes terrenos de una gran fertilidad. Allí vivía Pauline, una viuda que tiene seis hijos, hasta que un día de 1998 las fuerzas rebeldes del general Laurent Nkunda le obligaron a abandonar su casa y su finca.

Desde entonces, Pauline y sus hijos malviven como desplazados de guerra en una caseta de palos y plásticos a las afueras de Goma, donde comen una vez cada dos días. Sus tierras las ocupan hoy otras personas que trabajan para un alto mando militar ruandés que obtiene grandes beneficios con la producción de queso y otros productos lácteos. Infinidad de casos como el de ella están documentados en un informe que el International Crisis Group publicó en noviembre del año pasado (No Stability in Kivu Despite Rapproachement with Rwanda).

Casos como estos están lejos de ser una pura anécdota. Desde hace pocos años, compañías extranjeras –sobre todo de países árabes, asiáticos y europeos– se han lanzado a una carrera acelerada de adquisición de tierras a gran escala por medio de compras o de arrendamientos durante períodos largos. Su finalidad es producir alimentos, sobre todo cereales, o biocombustibles.

Según el Banco Mundial, solo en 2009 se vendieron en África 45 millones de hectáreas (equivalente a la superficie de Alemania y Austria juntas). Una cantidad desorbitada, si se tiene en cuenta que durante toda la década de los 90 apenas se vendieron en África cuatro millones de hectáreas. Al menos la mitad de los países de África están involucrados en estos tratos y la tendencia se acelera. Aunque esto ocurre también en otros lugares del mundo, es en África donde, según la FAO, tiene lugar el 70% de estas transacciones, un continente donde algo más de 900 millones de personas sufren hambre crónica.

“Los países africanos están perdiendo el control sobre su seguridad alimentaria en el momento en que más lo necesitan”, decía recientemente el número dos de la FAO, David Hallam. Su director, el senegalés Jacques Diouf, hace tres años fue más explícito al calificar este fenómeno como “un nuevo sistema neocolonialista”.

También organizaciones católicas como Cáritas Internationalis y Misereor llevan años dando la voz de alarma. En el pasado Foro Social Mundial de Dakar, 16 grupos católicos que luchan contra la pobreza (agrupados en la alianza internacional CIDSE) alertaron de que “el acaparamiento de tierras está poniendo en peligro la seguridad alimentaria de millones de pequeños agricultores y se está convirtiendo con rapidez en uno de los temas más alarmantes de nuestro tiempo”. Una de sus representantes, la activista brasileña Gisele Henriques, señala que “se tiene la noción de que África es un gigante que duerme y que no maximiza su potencial económico”. En otras palabras, quienes acaparan estas tierras ofrecen como justificación que en el continente hay enormes cantidades de terrenos improductivos y sin dueño.

El padre blanco Wolfgang Schonecke, de la Red África-Europa Fe y Justicia, cree que la explicación es otra: la agricultura es aún el sector dominante en África, pero ha sido descuidada durante las últimas décadas por gobiernos que apenas han dedicado el 4% de sus presupuestos nacionales a ayudar a los campesinos: “En las sociedades africanas, el acceso a la tierra significa la diferencia entre ser rico o pobre. Las sociedades modernas han creado otras fuentes de ingresos, como la producción industrial, el comercio y el sector servicios, pero en África, dos tercios de la población viven aún en áreas rurales, e incluso en lugares donde la urbanización progresa de forma rápida. La mayor parte de los habitantes de las ciudades retienen aún una base económica en sus aldeas”, dice este misionero alemán.

Alimentos para el Norte

Las compañías que se dedican a este negocio proceden, en su mayoría, de los siguientes países: Arabia Saudita, Qatar, Emiratos Árabes, Kuwait , China, Japón, Corea del Sur, India, Libia y Egipto. A ellos hay que sumar compañías europeas dedicadas a la producción de biocombustibles. Las cosas funcionan así: Japón, por ejemplo, tiene 130 millones de habitantes, pero apenas tiene espacio disponible en su territorio para cultivar arroz para todos ellos. Para solucionar esto, una compañía japonesa acude al gobierno de un país africano, le ofrece cualquier proyecto de infraestructura a cambio de varios miles de hectáreas de terreno. Allí cultivarán enormes cantidades del cereal y, una vez producida la cosecha, la transportan al país del “Sol Naciente” para consumo de sus ciudadanos.

Si esa misma compañía quisiera hacer lo mismo en un país europeo, tendría que negociar directamente con el agricultor dueño de las tierras y podría encontrarse con que no está dispuesto a entrar en este negocio, o tal vez lo haría a cambio de mucho dinero. En África no existe esta dificultad, porque la propiedad de la tierra se basa en el acuerdo oral y la costumbre y hay una debilidad legal por falta de documentos. A menudo, los estados africanos llevan adelante estos acuerdos con un gran secretismo y sin consultar a las comunidades afectadas. Los pequeños agricultores se encuentran con los hechos consumados cuando ya es demasiado tarde.

Así ocurrió el año pasado en Malí, donde el Gobierno firmó un acuerdo a 50 años con la compañía libia Maliabya por el que cedió 100.000 hectáreas de la región de Macina para el cultivo de arroz. El contrato contempla también derechos prioritarios sobre el uso del agua a los libios, lo que ha limitado el acceso de miles de campesinos al agua del río Níger. También en Kenia, el Gobierno cedió a un grupo empresarial de Qatar 40.000 hectáreas en la región del río Tana a cambio de la construcción de un segundo puerto de aguas profundas en su costa.

En África hay otra ventaja para estas compañías: sus sociedades civiles están aún poco desarrolladas y no suele haber protestas populares ante estos abusos. Pero no siempre. Cuando el Gobierno de Madagascar intentó ceder 1.300.000 hectáreas de terrenos a la compañía surcoreana Daewoo en 2008, las revueltas populares que se produjeron provocaron la caída del régimen. Y en diciembre de 2009, las protestas callejeras en varias ciudades de Mozambique por la subida de los precios de productos esenciales preocuparon tanto al Gobierno que este acabó por anular un contrato que acababa de firmar con la compañía británica Procana, que estaba lista para empezar a producir etanol en una plantación de 30.000 hectáreas de caña de azúcar en Massingir, en la provincia sureña de Gaza.

El origen de este acaparamiento de tierras empezó durante la crisis alimentaria de 2007-2008, cuando se doblaron o incluso triplicaron los precios de cereales como el trigo, maíz o arroz. Países que tienen que importar sus alimentos, empezaron a pensar que en lugar de hacerlo, les saldría más barato producirlos ellos mismos… en las tierras de otros. A esto hay que añadir las regulaciones de la Unión Europea para que al menos el 10% de los combustibles no dependan del petróleo. Lo malo de esta “revolución verde” es que en Europa no hay suficientes tierras donde producirlos, y las compañías buscan tierras en países del Sur para producir etanol de la caña de azúcar o biocombustibles de aceite de palma o de una planta conocida como jatropha.

Para África, las consecuencias son desastrosas. No se trata solo de que infinidad de campesinos estén perdiendo sus tierras. Los puestos de trabajo prometidos no llegan, porque los latifundistas extranjeros utilizan maquinaria agrícola que hace innecesario emplear a un gran número de trabajadores. Sin tierras y sin trabajo, los nuevos desposeídos acaban viviendo en algún arrabal miserable. Privados de una tierra ancestral que tiene valor emocional para ellos, están perdiendo sus valores tradicionales.

Además, dado que el interés de la agricultura comercial es aumentar la producción de forma ilimitada y obtener el mayor beneficio posible, las nuevas compañías usan enormes cantidades de pesticidas y fertilizantes que terminan por destruir los suelos de cultivo e incluso por envenenar las aguas de la que dependen las poblaciones que viven en estos territorios. Los daños ecológicos son, a menudo, irreparables.

¿Reacciona la Iglesia?

A la Iglesia católica en África este tema parece haberla cogido por sorpresa. Es raro que una conferencia episcopal o un obispo de cualquier lugar de este continente se pronuncie sobre esta problemática, a pesar de la abundancia de documentos de la Doctrina Social sobre la posesión y el uso de la tierra, un tema que tiene profundas raíces bíblicas. El documento del Consejo Pontificio de Justicia y Paz Hacia una mejor distribución de la tierra, de 1997, que condena el latifundismo como “intrínsecamente ilegítimo”, parece un gran desconocido en ambientes eclesiales africanos.

En este sentido, no parece que los obispos de este continente hayan aprendido mucho de sus hermanos en el episcopado de América Latina, donde durante los años del posconcilio varios países –notablemente Brasil– pusieron en marcha comisiones de la tierra que funcionaron con gran eficacia para evitar que los campesinos perdieran sus terrenos.

Una excepción es el arzobispo de Gulu, John Baptist Odama, pastor de una diócesis que llegó a tener el 95% de su población desplazada durante una guerra que concluyó hace tres años. En declaraciones a Vida Nueva en agosto de 2009, afirmaba: “Una compañía india quería coger tierras en el territorio de mi diócesis para cultivar caña de azúcar. Yo mismo fui a ver al señor Mahvani, su dueño, y le dije que no viniera, y que si lo hacía yo me pondría a hacer ruido sobre el tema. A mi gente solo le queda la tierra, y ha sufrido ya bastante”.

El tema sí se mencionó de forma explícita en los Lineamenta del Segundo Sínodo Africano (sobre Justicia y Paz) publicados en 2008: “Dado que enormes extensiones de tierras fértiles y recursos acuíferos son explotados sin escrúpulos por inversores locales y extranjeros en muchos países africanos, causando el desposeimiento y el desplazamiento de personas pobres que no tienen defensa frente a este asalto, este Sínodo hace un llamamiento urgente a los gobiernos para que aseguren que sus ciudadanos están protegidos frente a esta alienación injusta”.

Aunque el mensaje final de este Sínodo (octubre de 2009) no lo menciona expresamente, su número 33 contiene referencias indirectas: “Las multinacionales tienen que desistir de su devastación criminal del medio ambiente y de su explotación avara de los recursos criminales”. Y el número 36 acusa a políticos de “traicionar y vender a sus naciones a sucios hombres de negocios en colaboración con multinacionales de rapiña”. Y si no fuera suficiente lo duro del lenguaje, llama a estas prácticas “crimen contra la humanidad”. Un crimen que, sin embargo, sigue avanzando sin que nadie se lo detenga.

En el nº 2.757 de Vida Nueva.

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