Tribuna

Así viví la canonización de Foucauld: Un hermano universal

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Contemplando el tapiz del nuevo santo, me imagino al ‘marabut del desierto’ un tanto incómodo por la repercusión mediática de su canonización. El momento litúrgico y la inscripción en el catálogo de los santos pienso que sobrepasan al que tantas veces ha meditado sobre el misterio de la Encarnación y templado su vida a ejemplo de la Sagrada Familia en Nazaret.



Resuena en mí el eco del Reglamento que escribió para los Hermanos como ideario de vida comunitaria: “Debemos vivir una vida muy pobre, todo en la Fraternidad debe ser conforme a la pobreza del Señor Jesús, los edificios, los muebles, los vestidos, la alimentación, la capilla, en fin, todo. (…) No recibimos estipendios de Misas” [Béni Abbès, 1902].

En fin, imagino a Carlos de Foucauld sufriendo sentimientos encontrados igual que los que yo experimento en este momento. Por una parte, el Modelo único, Jesucristo Salvador, no hizo otra cosa “durante toda su vida, no hizo más que descender: descender encarnándose, descender haciéndose niño, descender obedeciendo, descender haciéndose pobre, abandonado, perseguido, torturado, poniéndose siempre en el último lugar” y, por otra parte, la Plaza de San Pedro, en su estructura arquitectónica es una hermosa parábola de la fraternidad universal.

Vuelta al Evangelio

Recogido en oración, sigo la ceremonia en mi monitor y pido al Bienamado y Señor Jesús que este acontecimiento suponga para toda la Iglesia una vuelta al Evangelio. La Plaza de San Pedro, con su estructura semejante a un abrazo, me hacen recordar los medios pobres que el nuevo santo propone para la evangelización. Partiendo de la santidad personal, el Evangelio se hace vida y ternura en los pequeños gestos cotidianos de cercanía, de amistad, de acogida del otro diferente, de estudio apasionado de las costumbres del lugar donde habitamos.

Pido al Señor la gracia de evangelizar con la vida. El ‘viajero en la noche’ resumía con toda modestia su plan pastoral en acciones modestas pero esenciales, tales como “acostumbrar a todas las personas, cristianos, musulmanes, judíos, e idólatras, a mirarme como a su hermano, el hermano de todos. Empiezan a llamar mi casa ‘la fraternidad’ (el khaoua en árabe) y eso me agrada” (Carlos de Foucauld,  Lettres à Mme de Bondy. De la Trappe à Tamanrasset, París, 1966).

Me alegra mucho que en la canonización celebrada hubiera otros nueve beatos para manifestar así la riqueza de carismas y la pluralidad a la hora de vivir el único Evangelio en la Iglesia, convirtiendo la Plaza de San Pedro en la khaoua, en una tienda de encuentro.

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