Tribuna

Sin Amigo, el cardenal de la puerta de al lado

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No hay mejor predicador que Don Carlos. No lo hay. Ni lo va a haber. Porque nadie cuida como él la entonación, la cadencia de las frases, cada susurro, cada éxtasis verbal y cada silencio. Sea en una homilía, en una catequesis o en un chascarrillo informal. Cuidado exquisito en la forma, reflejo de la ‘delicatessen’ en el fondo. Porte externo e interno. Evangelizar con la Palabra desde la palabra. Siempre, fuera desde el ambón, a pie de hermandad o en un cónclave.



Orfandad en Sevilla, en Tánger, en Medina de Rioseco, en Madrid. No hay cofrade en cualquier rincón del país que no lloré al gran impulsor y renovador de la piedad popular en España. “No hay mejor Semana Santa que la de mi pueblo”, decía, no presumiendo de su gen castellano, sino regalándosela a cada una de esas localidades a las que acudía para motivar romerías, estaciones penitenciales, salidas extraordinarias… “La mejor Semana Santa se la dé cada uno”, añadía un arzobispo hispalense que nunca fue emérito, porque los sevillanos nunca le jubilaron.

Pero el cardenal Amigo es mucho más que el ‘capillita’ entregado que consiguió que la pastoral social fuera la auténtica cruz de guía de cualquier procesión y que las mujeres fueran penitentes de hecho y derecho. Al otro lado del Estrecho también echarán de menos al pastor que medió en no pocas cuitas complejas del Magreb, ejerciendo además de precursor de esa ‘Fratelli Tutti’ hoy materializada.

Responsabilidades desde el servicio

Pablo VI le envió a África y Juan Pablo II le encomendó Sevilla, le creó cardenal y él mismo se nacionalizó andaluz. Y Amigo hizo Papa a Bergoglio. Su voto en el cónclave en el que nació Francisco era el sufragio a un viejo amigo, hermano y compañero en sus muchos viajes para acompañar esa frescura creciente de la Iglesia latinoamericana que ahora guía a la Iglesia universal.

Responsabilidades locales y romanas encarnadas desde el servicio, pero también en Añastro, donde supo llamar a las cosas por su nombre y poner a cada uno en su sitio con una ‘finezza’ solo posible en aquel que se definió en su biografía como “un fraile vestido de cardenal”. Fuera en defensa de la pastoral misionera -la ‘maría’ de la comisiones- o sacando la cara por los religiosos, como franciscano de masa madre, en tiempos de sospechas y ninguneos.

El olfato del pastor

Cuando hace ya unos cuantos años José Antonio Carro envió a un becario de periodista a un Congreso de Misiones a Burgos, le encargó que volviera con una entrevista bajo el brazo. No sabía el director de Ecclesia que el plumilla nunca se había puesto frente a un eclesiástico para interrogarle. Tampoco lo sabía el purpurado.

No hizo falta disimular porque el miedo se huele. Y a Don Carlos el olfato de pastor no le fallaba, pero supo acariciar cada respuesta para regalar un titular detrás de otro al inexperto preguntador. “Esta, más que nunca, es la hora de la misión”, me recalcó, tratándome como si tuviera enfrente al más ilustre de los comunicadores. El mismo cariño con el que apreciaba a cualquiera que le interrumpía a su paso. El mismo candor de la última llamada, antes de que ese pulmón izquierdo se encharcara, cuando empezaba a dominar esa cadera maltrecha.

“Queridísimo director, a sus órdenes”, dijo una vez más con su buen humor inquebrantable, como siempre soltaba al descolgar, cuando el jefe y capellán de esta familia siempre ha sido él. El cardenal de la puerta de al lado. El santo de la tercera página de Vida Nueva que se queda huérfana -como todos- porque ya la escribe mano a mano con el Padre.